Ya estamos en mayo. El mes florido y hermoso, como lo llamaba mi “mamá Acha”, mi dulce abuela. Ella me llevaba por ese tiempo al rosario de la aurora y me hacía ponerle flores a la imagen de la Virgen en la iglesia que se llamaba De la Encarnación. El mes de María. El evocarlo, me recuerda aquellos días de infancia y adolescencia, cuando yo le contaba a la Virgen mis cuitas en la capilla del colegio. La primera noticia clara que se tiene de la consagración del mes de mayo a la Virgen parece ser que viene desde Alfonso X ‘El Sabio’, Rey de España, allá por el siglo XIII –que es el tiempo de los juglares, los reporteros de aquellos siglos, que celebraban con sus cantigas los acontecimientos sociales y religiosos– y a cuyo rey se debe toda la poesía de sus Cantigas de Santa María. Fue el humilde Francisco de Asís, el fraile místico que les hablaba a los pájaros posados en su ventana y a los que después les mandaba: “id, volad, y decid lo que yo os he dicho”, quien contribuyó con su amor a la gloria y al conocimiento de la Virgen María, agradecido por haber sido la madre amantísima de Jesús, a la que él profesaba un inmenso amor y contribuyó a exaltarla y la constituyó en la Abogada de su Orden Religiosa. Mes de mayo. El mes de María, la Virgen. La madre amorosa de Dios que nos enseñó a todas nosotras la generosidad, la fortaleza, el sacrificio y la alegría que simbolizan la palabra “madre” y el gozo adolorido (que nos mantiene en pie como a ella junto a la cruz), en cualquier situación de nuestros hijos, que aunque sintamos el dolor de su ausencia, el solo pronunciar su nombre nos llena de gozo y nos mantiene firmes en la fuente de vida que es el amor de madre. Que como dice nuestro buen Papa, es más fuerte que la muerte.
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