“De vez en cuando hay que hacer/una pausa/contemplarse a sí mismo/sin la fruición cotidiana/examinar el pasado/rubro por rubro/etapa por etapa/baldosa por baldosa/y no llorarse las mentiras/sino cantarse las verdades”. La llamada por algunos “vocación comunicante” presente en la obra de Mario Benedetti, bien podría resultar un ejercicio provechoso. Hacer una pausa, volver atrás ocho años, contemplarse a sí mismo en el momento en que Juan Manuel Santos asumió la Presidencia de Colombia en medio del júbilo de quienes lo eligieron, y la frustración de los fervientes seguidores de la Ola Verde es, por estas fechas, casi una obligación. Entre los últimos me encontraba yo, derrotada, apesadumbrada, pesimista ante lo que el futuro presagiaba como la prolongación del autoritarismo y de la violencia galopante. No obstante, a pocos días de haberse posesionado, un primer indicio hizo sospechar que la tendencia natural del nuevo mandatario no era cuidar huevos ajenos sino incubar los propios. Una semana después el presidente de Venezuela, Hugo Chávez –el enemigo más feroz del partido que eligiera a Santos–, ya estaba desembarcando en Santa Marta con miras a “reconstruir lo desmoronado” y “construir la paz” dijo ante un Santos que se declaró “muy optimista”. Esa fue la primera vez que un apostador profesional, como Santos, dejó ver que gobernaría con un estilo que en el póker se conoce como “tight-agresivo”, utilizado por los que apuestan duro, y a ganar. Con el tiempo supimos que Santos era además un jugador “tricky” o engañoso; un cañero, como llamamos al que sorprende con acciones imprevistas, el que “apuesta con fuerza cuando tiene una jugada mediocre y a veces tiende trampas con sus mejores manos, lo que lo convierte en un oponente difícil de adivinar”. Santos colocó en la paz el éxito de su gestión gubernamental, un largo y arriesgado proceso que, si bien le significó el aborrecimiento de sus antiguos copartidarios, lo aproximó al anhelo más ferviente de millones de colombianos: un país sin conflicto armado. La partida, sin embargo, ha sido cruel; tal vez ni él mismo pudo imaginar que la tendencia natural de sus antiguos aliados, ahora contrincantes, era más controladora y maníaca que la suya, y fue así como las pasiones y las absurdas discrepancias alrededor de la paz hicieron que, pudiendo haber dirigido conjuntamente el gobierno más memorable de la historia de Colombia, acabaran en una sucia enemistad que también dividió peligrosamente a los colombianos.
Pero, la paciencia es una virtud definitiva en un jugador, y Santos la tuvo en abundancia para enfrentar múltiples, adversas –y perversas– circunstancias. Muchas cosas quedaron por hacer y mucho se equivocó durante su gobierno; el tiempo le atribuirá lo que se merece. Sin embargo, de vez en cuando hay que cantarse las verdades, aunque duelan: en la partida por la paz fue el jugador más audaz y más sagaz que hubo en la mesa.
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