Que un juez pase de ocupar el mayestático sillón que le corresponde en el estrado a ser sentado en el banquillo de los acusados constituye una radical inversión de los elementos de la composición física del escenario judicial, lo que no es otra cosa que el exacto reflejo de una radical inversión de los valores morales.
Es una descolocación que produce una confusión y un vértigo ciudadanos y que indica un desbarajuste en el sistema legal. Esta inversión, esta descolocación y este desbarajuste son tanto más graves cuanto mayor sea la jerarquía del juez.
Si es un juez inferior, las cosas están color de hormiga; si es un magistrado de un tribunal superior, ya pasan de castaño oscuro; si es un magistrado del tribunal supremo de la nación que, además, ha ejercido la dignidad de presidente de esa alta corte, ¡apaga y vámonos! (No, nada de apagar ni de irse: hay que corregir el desbarajuste, restablecer el orden, o establecer un nuevo orden).
Que un magistrado de una alta corte (sea o no presidente de ésta) pase a ser, por ejemplo, reo de soborno siembra de estupores al ciudadano: ¿de modo que, enfundado en su aparatosa toga, su presunta señoría era un malhechor disfrazado de juez?; ¿de modo que su presunta señoría era un codicioso saqueador?; ¿de modo que un ladrón era el juez, que el juez era un ladrón?
El ciudadano, en su momento, sin embargo, sólo se limitó a formular las extrañezas cándidas de la niña del cuento: “Su señoría, ¡qué manos tan largas tiene! Su señoría, ¡qué dientes tan grandes tiene! Su señoría, ¡qué fauces tan ávidas tiene!”.
Por otra parte, hay que reconocer que se habría ahorrado todo desconcierto con la lectura de La vida del Buscón (1626), de Francisco de Quevedo, en cuyas páginas iniciales ya un barbero ladrón le dice a su hijo: “¿Por qué piensas que los alguaciles y jueces nos aborrecen tanto? (…) Porque no querrían que, donde están, hubiese otros ladrones sino ellos y sus ministros”.
El mismo Quevedo, autor incisivo donde los haya, crítico de las pasiones y costumbres torcidas del hombre, increpa en un conocido soneto a otro juez de esta calaña, un tal Batino, a quien dice: “Las leyes con que juzgas (…), / menos bien las estudias que las vendes; / lo que te compran solamente entiendes”. Y más adelante: “No sabes escuchar ruegos baratos, / y sólo quien te da te quita dudas; / no te gobiernan textos, sino tratos”. El soneto, que hace parte de sus “poesías morales” y que fue editado en libro después de su muerte, se titula con elocuencia: “A un juez mercadería”.
A estos jueces venales, que “de los delitos hacían mercancía y de los delincuentes tienda, trocando los ladrones en oro y los homicidas en buena moneda”, los ve y los presiente también el gran poeta español, en una espléndida “fantasía” de espanto, cogidos por la Hora aviesa de la Fortuna, durante la cual terminan llamándose los unos a los otros “monederos falsos de la verdad” y dictando la sentencia de sus propias condenas.
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