El varón más optimista del mundo fue San Agustín cuando predijo cercano el día en que los hombres habrían de encaramarse a la copa de los árboles para escapar de la tanta persecución de las mujeres. Desde luego que ese día por aquí todavía no ha llegado, pero en el Japón, donde el sol siempre sale primero y los árboles son bien bajitos, yo diría que ya casi están a punto: ahora allá se pusieron de moda los bares donde las mujeres pagan por poder chacharear con un hombre tomándose unas copas. Y pagan caro: ¡175 dólares por una noche de risas y buena conversa!
En la España de antes de la Crisis, como había dinero para todo, también lo había para gastarlo en llamadas carísimas a los videntes telefónicos. Casi todos eran del Caribe. Y no por sus habilidades adivinatorias, sino por su labia de enamorados: muchos ni siquiera sabían leer la letra de corrido, ahora muchísimo menos las cartas del tarot. Pero, en cambio, tenían la habilidad de conseguir que las clientas –mujeres soñadoras, con plata y de madrugada– no colgaran el teléfono y así gastaran en minutos y más minutos de halagos, fantasías y galanteos.
Supe de un barranquillero que metía fintas de tigre dominicano con ribetes borinqueños. “Mi amol, y ¿cómo tú te llamas?”. “Me llamo Gala Placidia”. “¡Lo presentía, ya te lo iba a decil!”. Y, si bien tampoco sabía leer el tarot, sí que conocía los trucos de Rodolfo cuando le hablaba a Madame Bovary de “sueños, de presentimientos, de magnetismo”. Cualquier cosa, con tal de que la clienta no colgara el teléfono. Inclusive el cuento del gallo capón.
Quien mejor lo explica es García Márquez en Cien años de soledad: “Un juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y nadie podía irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón”. Y el minutero telefónico cobrando.
Yo de niño también tenía unas primas mayores que eran buenísimas con ese vacilón: “No te he dicho que llores ya de la rabia y el desespero, sino que si quieres que te cuente el cuento del gallo capón”.
¿Qué tan difícil puede ser el idioma japonés? Al principio bastaría con el lenguaje universal de las miradas, las risitas, el quizás y el bailoteo magnético. Pero al poco tiempo –¡a 175 dólares la sesión!– estoy segurísimo que cualquier colombiano acabaría preguntando en japonés fluido por el signo romántico del zodiaco, junto con coquetos requiebros como el de ¿Por qué tú eres tan malita conmigo…?
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