Salvaguardar el carnaval es un deber de todo barranquillero.
Antes, el día más importante del carnaval en el mundo era el martes. Y lo era, precisamente porque en él se despedía el desorden, se lloraba la muerte de Joselito, se ofrendaba el martes gordo.
Hoy, hay empresas locales que ya no conceden a sus trabajadores el lunes ni el martes de carnaval. Poco a poco, el viernes se ha convertido en la primera noche de unas fiestas, que tienden a terminar, como cualquier fin de semana, el domingo por la noche. Fíjense en los bailes anunciados y verán. Ya ni lunes ni martes hay bailes de caseta.
La esencia del carnaval está en poder adoptar, por unas horas, una apariencia distinta de la propia. Claro que una cosa es el disfraz (que uno compra y se lo pone) y otra el arte de disfrazarse, esa reinvención personal que exalta la imaginación, el sentido mágico de la fiesta. Porque el arte es lo que cuenta: la disimulación, el engaño, la burla, el hecho de convertirse en otro o, como decía Séneca, de hacerse un disfraz y ser por fin uno mismo.
Todavía, por el anonimato y el misterioso aire que rodea a un disfrazado, son numerosas las personas que buscan esa transformación como válvula de escape, numerosas aún las que descubren que un vestido puede convertir al esclavo en señor y convencer al empleado de no tener patrón cuando se pone una máscara.
En nuestra ciudad, los niños parecen amar los disfraces de carnaval hasta los doce años. Después ingresan como a una especie de época vergonzosa en la que prefieren ser testigos del carnaval que ven pasar. Dejan entonces de hacer la fiesta, de ser parte de ella y la abandonan como experiencia, celebrándola en los otros, como si fueran turistas que a duras penas han sido transformados en público.
Porque todo espectáculo nos divide en artistas y en eso, en público. Solo en la fiesta todos somos actores. Y el lenguaje de los medios de comunicación no hace sino reforzar minuto a minuto la noción del primero: por un lado los directores, los actores, los presentadores y los productores, gente que crea y que recrea. Y por el otro, más gente que escucha y observa, cinéfilos y televidentes, observadores, espectadores.
Cuando el carnaval es fiesta todos lo hacemos. Cuando es espectáculo hay una minoría que lo construye y una mayoría que lo contempla. A pesar de la monumentalidad del evento, cada vez es más la gente que viene a observar el carnaval y cada vez es menos la que viene a hacerlo.
Esta transformación al parecer irreversible se nota poco porque la tradición, el folclor de nuestro carnaval sigue siendo enorme. Como fiesta, el evento conserva un archivo monumental que llena muchas calles pero sus carencias pueden notarse en la ausencia relativa de nuevas comparsas y nuevos disfraces, en los aportes que los ciudadanos deberían estar haciendo hoy al carnaval, las propuestas del presente, memoria del futuro.
A menos que estemos considerando aporte enriquecedor la llamada ‘pinta carnavalera’, que irrumpió en la ciudad a fines de los sesenta. Una práctica que ignora al disfraz, que no usa la imaginación y aplica, año tras año, la fórmula de la mochilita y la camisa de flores.
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