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Opinión

El antes y el después

Alrededor de los sucesos y los actos siempre hay un antes y un después hechos de tiempo; del tiempo riguroso e insalvable que late en el presente que apuramos. Del tiempo que fluye raudo en una mezcla de pasado, de presente y de futuro en que, si acaso existimos, es en el breve presente que según San Agustín “si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad”. Sin embargo, el incesante revoltijo de lo que fue, lo que está siendo o aún no ha sido, es lo que percibimos como la vida; de ahí que es imperativo que en tal presente fugaz fijemos ciertos eventos que nos hagan suponer que el hombre, además de experimentarlo, puede ejercer sobre el tiempo una especie de control. Cerrar ciclos, o iniciarlos, es una exigencia humana; hay en ello una urgencia de saber que existe un antes y un después, que se puede hacer un alto en el camino, para reconsiderarlo. Quizá por eso es trascendental el ritual llevado a cabo en las fiestas de Año Nuevo. Como si el microsegundo en que convergen año viejo y año nuevo bastara para desestimar lo sucedido, y abrirnos a lo que sucederá, en el más fugaz presente del que tenemos conciencia celebramos nuevamente la esperanza y entre pitos y matracas, entre música y sonrisas, imaginamos que el tiempo no es del todo incontrolable. De tal forma, en la fresca medianoche del 31 de diciembre al polémico y confuso 2016 lo marcamos como el antes, y pusimos el después en un 2017 que suponemos prometedor.   

Nuestros antes están llenos de zozobras y frustraciones, y de culpas y reproches, y de intentos y fracasos, y de leyes e injusticias; el antes de la Colombia defraudada está lleno de deslealtades y desafueros, por tal razón hoy demandamos un después en que podamos reivindicarnos. Un después que no solo se reduzca a desmovilizar los movimientos guerrilleros, sino que se encamine a desterrar la corrupción del aparato estatal, y a acabar con la desvergüenza y la incoherencia con que actúan nuestros congresistas. Resultó patético ver, durante los debates del proyecto de Reforma Tributaria 2016, cómo sus detractores objetaron la propuesta del gobierno argumentando que ella afectaría a los sectores populares y a la clase media. Como de costumbre, el bienestar de los ciudadanos acabó por convertirse en un manido argumento oportunista, ridículo si se juzga contemplando el despilfarro y la corrupción que muchos parlamentarios apadrinan. Resulta más patético aún que el ministro de Hacienda, que hace pocos días instaba a los colombianos a apretarse el cinturón para asumir nuevas cargas tributarias, hoy afirme que “no es del todo buena” la sentencia del Consejo de Estado que reduce las remuneraciones de ciertos funcionarios públicos, entre ellas los desmedidos salarios de congresistas. La verdad, no creo que sea posible la nueva Colombia sin un antes y un después que reverencien la decencia, y esto nos incumbe a todos.

berthicaramos@gmail.com

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