Si asumimos, como dice el refrán, que “detrás de todo hombre de éxito hay una gran mujer”, o creemos, como ha demostrado la historia, que detrás de todo dictador suele haber una discreta dictadorcita; de un perverso, una encubierta perversita, o de un sicario, una alcahueta peligrosita, una pregunta nos atañe a las mujeres: ¿acaso el amor debería ser un recurso que tramita el cumplimiento del deseo de uno de los amantes mediante la incitación del otro al acto? Y la pregunta recaería en las mujeres porque somos deseosas por excelencia, pero, además, propensas a regresar sobre nuestros actos para reconsiderarlos. En el comportamiento del binomio convencional hombre-mujer parecería que ocurrieran dos cosas: los hombres hacen lo que quieren, y las mujeres quieren lo que hacen. Usualmente, los actos de la mujer son albures fundamentados en la potencia –o impotencia– derivada del deseo, y los del hombre, determinaciones provenientes de la voluntad. Lo primero es intuición y lo segundo es razón; y, debido a la enjundia de la furtiva apetencia femenina, y a la compulsión ejecutora masculina, un hombre suele acabar apasionándose por aquello que una mujer le lleva a creer que quiere, y que él asume con convicción como propio. Tras bambalinas, el amor es casi siempre un libreto escrito por las manos femeninas y puesto en escena por el arrojo masculino, y todo indica que la observancia de tal modelo es, por poco, inevitable.
Murió la figura política más controvertida de los últimos tiempos. El eterno Comandante, el rebelde, el brillante, el maldito, el admirado, el dictador. La muerte del anciano Fidel evocó las historias del joven Castro, el seductor excepcional que enamoró a Marita Lorenz, “la alemanita”, como llamaba él a quien fuera su primera amante desde que se instalara en el poder en 1959, motivándola, más de cincuenta años después, a publicar Yo fui la espía que amó al comandante, un libro en el que confiesa que fue contratada por la CIA y el FBI para asesinarlo; pero el amor tras bambalinas, seguramente el deseo real de esa mujer, impidió cambiar el curso que los norteamericanos quisieron darle a la aventura revolucionaria emprendida por Fidel.
No dejo de imaginar cómo traveseó el deseo en las mujeres que hubo detrás de Bolívar, Caballo Loco, Hitler, Chávez o Enrique VIII; y, sin ir muy lejos, cómo sigue traveseando, tras bambalinas, el amor que moviliza a muchas de las figuras que hoy se destacan en el ámbito político y social de nuestro país. Por eso, una reflexión nos concierne a las madres y esposas colombianas: si el amor es un recurso que tramita el cumplimiento del deseo de uno de los amantes mediante la incitación del otro al acto, ¿habremos evaluado realmente alguna vez el grado de responsabilidad que tenemos en la formación de un corrupto, un narcotraficante, un sicario o un dictador? No parece, porque abundan en Colombia.
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