El Heraldo

A dormir juntos

Quienes a principios de los años noventa todavía no existían en cuerpo ni alma no imaginan lo que entraña un apagón, palabra con que una crisis energética se vuelve real para los ciudadanos. Por consiguiente, no pueden dimensionar lo que es un racionamiento, medida con que el entonces presidente César Gaviria afrontó la dura crisis que –por cuenta del fenómeno de El Niño y las fallas en la infraestructura del sector hidroeléctrico– exigió al Gobierno a adoptar la ‘Hora Gaviria’, con la cual fue adelantada sesenta minutos la rutina de los colombianos. Quienes nunca lo han vivido no saben cómo cuesta acostumbrarse a la rara sensación de que los gallos comienzan su algarabía más temprano, pues levantarse una hora antes implicaba coincidir con el bullicio de unas aves diligentes que no saben de decretos presidenciales. Quienes aún no habían nacido no podrían adivinar de qué manera el cambio de horario produjo serios quebrantos en el sistema digestivo de la población, ni cómo se vio afectada la sexualidad de una nación que, según regiones y culturas, presenta considerables diferencias en cuanto a la hora de inicio de arrumacos amorosos. 

Corría el año 1992 y para entonces tenía mi hijo siete años. En aquellos tiempos no había teléfonos inteligentes, ni Internet, ni plan de datos; la forma de conectarse con el mundo –o distraerse– era la televisión, de manera que, personas como yo, que regresábamos del trabajo a cumplir con el devoto compromiso maternal, debíamos ser creativas para sortear la oscuridad del racionamiento. Fue la temprana inclinación de mi hijo por los libros lo que hizo de la hora Gaviria un momento de regocijo en el que nos dedicábamos a leer hasta que el sutil chasquido que indica que la energía es restablecida nos traía de un baquetazo al mundo real. Fueron tiempos muy extraños, como extraño resultó que el ansiado nacimiento de mi hija aquel diciembre en que rigió la ‘Hora Gaviria’, determinara para ella, y para siempre, la incómoda ambigüedad que impera sobre la hora primordial de todos los que nacieron en ese lapso.

Veintitrés años después sería impensable que un país se permitiera repetir tal experiencia. Pero resulta que ese país inconcebible es la Colombia que dominan los políticos y está condenada a padecer sus incompetencias. Ni el retórico Gaviria, ni el marrullero Samper, ni el etéreo Pastrana, ni el egocéntrico Uribe, que figuró de redentor durante ocho largos años, ni el difuso Juan Manuel que le ha seguido los pasos, definieron estrategias para blindar al país contra otra crisis energética, a pesar de que los usuarios pagamos durante años el famoso cargo de confiabilidad. De tal manera que es evidente la estupidez de un pueblo polarizado, cuando, de cara a un nuevo apagón, quizá la única salida es ahorrar unos kilovatios disponiéndose –como propuso el alcalde Char– “A dormir juntos”.

berthicaramos@gmail.com

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