Por cuenta del proceso electoral, expone la democracia su perfil más controvertible. Ella se realiza en el paso trascendental de la teoría a la praxis y en el invisible espacio que une lo ético y lo legal, haciendo alarde de dar a los ciudadanos legítimo poder sobre las decisiones colectivas. Para tal fin se han creado mecanismos que conceden a la gente del común la posibilidad de participar en el terreno político, fundamentados en el buen juicio que el ejercicio democrático ha proporcionado –supuestamente– a una sociedad. Pero sin duda la democracia es como la masa para hacer pan; si bien la receta existe, está en las manos del panadero lo que resulte. Hay quienes han aprendido a hacer un pan excelente, y quienes, a duras penas, consiguen una bazofia, un producto despreciable. La crisis es general, las sociedades de un mundo desconcertado buscan salida mediante líderes sagaces que promueven los intereses de los partidos políticos, y, claro, si la gente está confusa, si no tiene formación para ejercer ese poder que ofrece la democracia, estamos a merced de ellos. Aunque el sistema garantice la libre elección de los gobernantes y las leyes proporcionen la libertad que preconiza un sistema democrático, no podría un elector desorientado tener el juicio conveniente para discernir lo que proviene del discurso de un político en campaña. Sobre todo, cuando a ese líder lo mueve una maquinaria aceitada con el fin de engatusar a la población.
La llamada democracia colombiana sobrevive por cuenta del conformismo y de la ignorancia, y allí propaga sus vicios. Todo indica que una herramienta como aspirar por medio de firmas a participar en las elecciones presidenciales, la única alternativa para quienes están fuera del contubernio político, hoy en día es un instrumento más de corrupción. A juzgar por el número de firmas invalidadas por la Registraduría –que las artimañas de selección se cuidan de calificar como firmas válidas e inválidas evitando referirse a ellas como falsas o ficticias– algunos de los que siguen en la contienda no parecen muy confiables. Únicamente el 50,7 % de las firmas recogidas cumplieron a cabalidad los requisitos, las demás, como decían los paisas de otros tiempos, ¡sabrá Mirús! Habría que ponerse a investigar cuál es la verdad detrás de las 7 millones 961 mil 453 rúbricas que resultaron invalidadas. No obstante, ante la sospecha de una nueva inmoralidad, hay que dejar de lado las lamentaciones, y, como sujetos sociales, concentrarse en respaldar el rescate de la ética.
¿Y cómo podría lograrse en una nación que vota a ciegas? No hay fórmula magistral. Por lo pronto, y revisando el indicador que utilizó la Registraduría para definir la cuestión –las firmas válidas–, convendría ir evaluando cuál de los futuros candidatos se mostró más coherente en el compromiso ético que demanda pasar de la teoría a la praxis. Sabrá Mirús si esto es posible.
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