Colombia necesita un cambio. Esa frase se repite mucho en estas épocas de debate electoral porque cada quien, desde su pensamiento particular, entiende que algo no anda bien y que es necesario modificar lo que está pasando de una manera que en la mayoría de los casos resulta radical. Ante tales anuncios casi todas las personas responden positivamente, claro, hay muchas cosas que no funcionan, de las que están hartas y no las soportan, algo hay que hacer. Todo eso suena muy bien y luce lleno de buenas intenciones, pero encuentro que ese tipo de proclamas, más incendiarias que pensadas, solo buscan despertar emociones. Conviene recordar que también un cambio puede suponer un empeoramiento general del estado de las cosas.
Es muy fácil encontrar en un buen número de países momentos de cambio que fueron alentados, promovidos y celebrados por inmensas mayorías. El siglo pasado nos entregó varios ejemplos, desde el nazismo alemán hasta la revolución cubana, cambios que tuvieron, y en algunos casos siguen teniendo, trágicas consecuencias para los pueblos que los exigieron. El triunfo del partido Nazi en Alemania se obtuvo con retórica, propaganda y discurso, es decir, se consiguió utilizando la democracia, para después desatar la maquinaria de muerte más aterradora de la historia reciente. En el caso cubano ganó la violencia armada, se produjo un golpe de estado que derrocó a una dictadura (un mal para vencer otro mal), que luego dio paso a un sistema comunista que ha empobrecido significativamente a varias generaciones de isleños. Esos cambios, populares y celebrados en su momento, no fueron positivos.
Es evidente que nuestro país está todavía muy lejos de ofrecer un entorno institucional seguro y estable, uno que facilite buenas condiciones de vida para sus ciudadanos. Nos acosa una terrible proclividad a la violencia, a la injusticia y una insana tendencia a la trampa. Nadie puede desconocer eso, pero tampoco es sensato ignorar que vamos mejorando, poco a poco, tortuosamente y con errores, como todas las naciones del planeta. Hace cincuenta años había más analfabetismo, menos atención en salud, menos cobertura de servicios públicos, más pobreza. Hace cien estábamos todavía peor. Los países más desarrollados del mundo han pavimentado su progreso con sacrificio y constancia, empeño y trabajo, el bienestar no les ha caído del cielo ni ocurrió de un día para otro.
Vale la pena que pensemos muy bien qué queremos cambiar y para qué. El camino fácil nunca lleva a nada bueno, las pequeñas recompensas que pueden brindar los primeros pasos se suelen desvanecer pronto. En vista de los procesos electorales que se avecinan, creo que nuestro voto no se puede definir por la necesidad de un cambio sin fondo ni contenido. Lo que nos debe interesar es lograr una mejora general para todos, el sector privado y el sector público, ricos y pobres, trabajadores y empresarios. Excluir a cualquier grupo propiciaría un retroceso que es prudente evitar.
moreno.slagter@yahoo.com
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