Pelotas y letras | Aquel Atlántico no podía ser el campeón
Escorcia fue un arquero de gran estampa entre sus colegas. De alta estatura y raza blanca, una tragedia vino a tronchar una época que en el fondo favorecía su ‘modus operandi’.
Aficionados acerbos al fútbol nos manifiestan su extrañeza porque en tantas crónicas deportivas, y especialmente futbolísticas, no ha habido la menor alusión al famoso arquero de los años 30 José Escorcia, quien lleno la época con sus acciones, el fervor y las menudas controversias que ofrecía el balompié barranquillero en aquellos tiempos.
Escorcia fue un arquero de gran estampa entre sus colegas. De alta estatura y raza blanca, una tragedia vino a tronchar una época que en el fondo favorecía su modus operandi, lleno de polémicas y discusiones, que mantenían al fútbol en el primer plano de las exigencias favorecedoras del público.
En el fútbol había arqueros de gran coraje, como los había que evitaban un contacto físico “a lo que saliera” de aquel choque. Los porteros de hoy no se juegan sus arrestos físicos en un choque no evitado, y sí contactado. En estas jugadas en las que un delantero se adelantaba solo hacia los predios del arco contrario, Escorcia les salía al rompe, al “que es la vaina tuya”, por supuesto permanecía golpeado, sin esperar nunca las agresiones asesinas que Escorcia tuvo con jugadores de fútbol del interior del país, especialmente con aquellos que pertenecían a los equipos antioqueños.
Creemos a pies juntillas que no ha habido en el mundo un arquero atacado con tanta alevosía como es los casos que tuvo a José Escorcia de protagonista principal. En Medellín no lo mataron en la grama del estadio medellinense porque Dios es muy grande. Lo derribaron al salir al choque físico con dos jugadores paisas y Escorcia cayó al suelo prácticamente privado de conocimiento. ¿Qué hacen los adversarios? ¿Acaso parar las acciones porque el árbitro seguramente así lo exige? ¡Pues no señor! Varios jugadores antioqueños la emprendieron a patadas cobardísimas contra un hombre indefenso; hubo uno al pie de su cabeza que levantaba y bajaba inmediatamente su botín cuando lo descargaba sobre su cabeza.
Jugadores de Atlántico gritaban insultos y frases descompuestas contra los agradares, pero en el fondo nadie intervenía en esos dos o tres minutos de inconcebible alevosía y cobardía, hermanadas para destruir un arquero.
Escorcia era un hombre fuerte, de físico imponente, pero nada puede hacer un arquero derribado a patadas, y luego rematado en el suelo impunemente. En fin, una página miserable que nadie en Medellín quería recordar al paso de los años.
A Escorcia lo disminuyó en afectos del público, cuando mató de un puntapié en el hígado a un compañero en la concentración de Atlántico, cuando se preparaba para los Juegos Nacionales. Atlántico, campeón nacional invicto en 1932 en Medellín, era candidato casi unánime al título en su propio lar nativo, pero dos figuras grandiosas como Gabrielito Diazgranados, centro delantero y figura eximia del fútbol colombiano, lesionado con tanta gravedad, que no pudo volver al fútbol, y José Escorcia, encarcelado por su homicidio en un compañero disputando un centavo en el juego del dominó, fueron percances suficientes para impedir esa coronación, y con todo, jugó la final con Magdalena, al que había vencido tres goles a uno en el primer partido, pero gracias a un árbitro pícaro, Magdalena se alzó con el título.
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