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Reina hasta la muerte

Isabel II fue todo lo que quiso ser durante un reinado que se vio obligada a asumir. Más allá de lo que representa la Corona británica, el paso de la reina Elizabeth Alexandra Mary Windsor por la historia es un referente magistral de cómo un propósito bien sostenido en el tiempo parece indestructible aun después de la muerte. 

Al cumplir veintiún años, la entonces princesa dijo: «Declaro ante ustedes que toda mi vida, ya sea larga o corta, se dedicará a su servicio y al servicio de nuestra gran familia imperial, a la que todos pertenecemos». Ese año, 1947, recién habían cesado los aciagos días de la Segunda Guerra Mundial, nacía el icónico semanario político Der Spiegel en Hamburgo, aparecía la primera cámara instantánea de fotos (Polaroid Land Camera), la India se independizaba del Imperio británico, Eva Perón impulsaba con éxito la ley de sufragio femenino en Argentina, y, en la Abadía de Westminster (Londres), el príncipe Felipe de Edimburgo contraía nupcias con la princesa Isabel de Inglaterra, quien tiempo después se convertiría en reina hasta la muerte.

La fascinación que se desprende del gigantesco y, a la vez, reducidísimo universo de las monarquías siempre ha confrontado opiniones. Hay quienes hoy lamentan el fallecimiento de Isabel II, una mujer que cumplió su palabra, permaneciendo fiel al pueblo británico y a su dinastía, tal como lo declaró a sus veintiún años. En los noventa y seis abriles que vivió, la reina supo ser un punto firme en un mundo cambiante, lleno de transformaciones y desafíos avasallantes. 

En la otra orilla, hay quienes observan con desdén la vida y la muerte de la monarca que por siete décadas estuvo en pie sosteniendo su cetro, mientras no solo veía pasar la historia, sino que también la hacía, desde una posición que tal vez puede parecer privilegiada, pero que encarna dificultades y sacrificios que únicamente han de experimentar o de padecer quienes se sostienen en una corona. En palabras de Isabel I: «Ser rey y llevar corona es algo más glorioso para los que lo contemplan, que placentero para los que ostentan el cargo».

Fue el amor lo que hizo que la reina de siete decenios llegara a ser lo que fue hasta el pasado ocho de septiembre. Una relación “inaceptable” para la monarquía entre su tío David y una mujer (divorciada) llamada Wallis Simpson hizo que quien asumiera el trono como Eduardo VIII en 1936, abdicara ese mismo año a favor del papá de Isabel, quien así se convirtió sin pensarlo y sin quererlo en el rey Jorge VI. Isabel, con diez años cumplidos, pasaba entonces a ser la primera persona de la familia real en la línea de sucesión al trono. 

«No tuve tiempo de aprendizaje. Mi padre murió demasiado joven y todo se produjo muy repentinamente», expresó alguna vez la monarca que tuvo que renunciar a ser una “mujer de campo”, como lo deseó en su juventud, para encarar el papel de jefa de Estado por setenta años consecutivos. ¿Debió haber abdicado Isabel para permitirle a su hijo Carlos ser rey? ¿Fue egoísta al permanecer tanto tiempo a la cabeza de la Corona? 

Isabel II fue todo lo que quiso ser durante un reinado que se vio obligada a asumir. Más allá de lo que representa la Corona británica, el paso de la reina Elizabeth Alexandra Mary Windsor por la historia es un referente magistral de cómo un propósito bien sostenido en el tiempo parece indestructible aun después de la muerte. 

@cataredacta

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