Ocurría en otros tiempos, en la región de Urabá, que cierto día del año el cangrejo azul (hoy considerado entre las especies en peligro de extinción), iniciaba una impresionante marcha migratoria. En ella, las hembras abandonaban la espesa penumbra del manglar y las húmedas áreas aledañas donde tenían las madrigueras, para dirigirse al mar a cumplir con el mandato biológico de desove. Quienes vivimos el Urabá de aquellos tiempos quedamos embelesados ante un fenómeno natural que, además de maravilloso, involucraba a las comunidades para quienes el cangrejo azul era rica fuente de alimento. Cuando la marcha comenzaba, y los miles de cangrejos semejaban una lava cenicienta que rodaba sobre el empapado suelo de Urabá oculto tras una capa de follaje compactado por la lluvia de meses interminables, los chicos, y los mayores, ya los estaban esperando. También entre la espesura, en los patios de las casas y a orillas de los senderos donde reinaba un universo descabellado de insectos, se iniciaba una excitante cacería que acababa en algarabía alrededor de la enorme olla para el banquete nocturno. Todavía es una incógnita la señal que determina el momento de la partida de una masa de animales que se mueve obedeciendo esos comandos del instinto que la empujan ciegamente; ellos iban hacia el mar, hacia esa frontera exótica y serena que era el Golfo de Urabá en otros tiempos. Y, si bien era un espectáculo que llenaba de jolgorio las noches de una región por lluviosa taciturna, para los cangrejos era un desafío suicida, un destino tan letal como obligatorio para la conservación de la especie.
Imposible no recordar dichas escenas al ver la caravana de migrantes hondureños. Aun cuando la migración es instintiva en los cangrejos, los miles de seres humanos que desde Honduras partieron hacia los Estados Unidos atravesando Guatemala y México, lo hicieron al modo humano: en conciencia. Lo cual quiere decir “de acuerdo a sus convicciones íntimas”. Tal vez por eso resultan en cierto modo apocalípticas las imágenes de las 14.000 personas reportadas hasta hoy que, sumidas en la pobreza, y víctimas de la desigualdad, se perciben a sí mismas sin futuro, y decidieron desplazarse en busca de un país más justo. Al final de los muchos kilómetros que se han propuesto recorrer está la tierra prometida: los Estados Unidos de América. Un océano de abundancia y bienestar hacia el que avanzan por supervivencia, como tantos otros millones de inmigrantes, con la confianza de que les espera una sociedad inclusiva.
Infortunadamente para ellos, más allá de esa frontera está plantado Donald Trump. “Es un asalto a nuestro país”, ha dicho vehementemente en un discurso, “en esa caravana viene gente muy mala, gente muy mala, y no podemos permitir que eso le pase a nuestro país”. Esa es la pueril apreciación que consigue hacer el hombre elegido para representar al pueblo estadounidense, de una triste marea de desamparados.
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