Perder prestigio es perder el buen nombre, la credibilidad, el poder o autoridad que se ejerce sobre otros. Bajo pocas circunstancias esta pérdida es tan trascendental como cuando ocurre con una figura pública. Pero si, además, esta figura pública funge como fiscal general de la Nación, el efecto se multiplica escandalosamente. Claro está que, cuando en una sociedad la noción de ética casi ha desaparecido, ni al desprestigiado le afecta mucho lo que se diga de él, ni la sociedad parece comprender la gravedad que involucran ciertos hechos.
Del fiscal Néstor Humberto Martínez se dice todo; es, en estos momentos, un hombre cuyo prestigio está puesto en tela de juicio. Pero, más allá de ese dictamen precipitado con el que las lenguas gozan y que tiende a catalogar a un ser humano como una buena o mala persona −que al fin de cuentas es una construcción individual que cada cual deberá asumir con las secuelas que traiga sobre sí mismo−, como cabeza del ente acusador de la justicia colombiana, el fiscal sí está desacreditado. Se le incrimina de corrupto, de que ha engañado, manipulado, enredado, encubierto; de que es un veleta, un torcido, un defensor de intereses oscuros, un sórdido personaje que ha trabajado al servicio de las maniobras de la élite económica colombiana.
La muerte de Jorge Enrique Pizano trajo a colación el papel del fiscal general de la Nación en el caso de corrupción de la firma Odebrecht. Las grabaciones entregadas por Pizano a varios periodistas antes de su muerte, revelan que desde los tiempos en que el hoy fiscal era abogado del más grande grupo financiero de Colombia −bajo control de Luis Carlos Sarmiento, quien era partícipe del consorcio Ruta del Sol II− conoció los hechos relacionados con delitos de corrupción existentes en los contratos ejecutados por Odebrecht. Aunque Martínez ha dicho que por ser particular no estaba obligado a denunciar, y que todo obedece a “una conspiración contra el fiscal”, su reputación, como dice una amiga mía, ha quedado “a la altura de las suelas”.
Lo que nos ocupa ahora es si debe renunciar o no; y no deja de sorprender que en un país en que la asociación para delinquir ha acabado por imponer −de presidentes hacia abajo– una ética perversa legitimada por la impunidad, la actuación del fiscal Martínez, que exige ser intachable, sea contemplada con indulgencia. En otras sociedades, así resulte vergonzosa, la renuncia es un asomo de honor. Pero estamos en Colombia. Al ser interrogados al respecto los dirigentes políticos, unos fueron radicales en que debe renunciar; sin embargo, otros hablaron de buena fe, de actuar con prudencia y de esperar explicaciones. Ay país… ¿y a quiénes les preguntaron? La ética de la casta política es aún más anchurosa que la desembocadura del Río de la Plata; es una casta desprestigiada que hoy se proyecta en la figura del encargado de investigar y acusar a los altos funcionarios del Gobierno.
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