Me compré hace pocas semanas una bicicleta –muy a pesar de mi presupuesto de columnista– y he comenzado a montar por todas partes. Confieso que estoy con la fiebre. En los caminos colombianos me he encontrado con mucha gente pedaleando, más de lo que creía. Está de moda el ocio gracias a los últimos logros de nuestros deportistas nacionales en las vueltas europeas. He notado, con cierta gracia, que es el deporte por antonomasia de los treintañeros y cuarentones. Como yo ya entré a ese club generacional, ya me interesa más madrugar los fines de semana y subirme una loma que ir a rumbear hasta la madrugada con los amigos. Me ha causado también risa poder observar que en el mundo del ciclismo es culturalmente aceptado mirar y comparar con morbo las bicicletas de los otros (casi como una adicción). Algo verdaderamente destacable en el medio es la tangible solidaridad entre los ciclistas ante la agresividad de ciertos conductores de carros, buses o mulas.
En general, muchas cosas me han sorprendido de esta nueva afición: desde la posibilidad de conocer más los paisajes por donde uno pedalea, pasando por vivir con más ahínco la cultura de la calle de este país, donde los vendedores ambulantes y los camioneros mandan, y los gritos y pitos son permanentes, hasta observar cómo la vida de los pueblos y veredas se han ido volcando hacia las carreteras que los atraviesa, dejando atrás las plazas hispanas como el centro neurálgico de las urbes.
Incluso he podido percatarme de que la bicicleta es muy parecida a la política colombiana. En lo plano, hay que tomarle la rueda al que más energía tiene para así esconderse de la resistencia del aire y succionar todo lo que uno puede de este. El ciclismo obedece mucho a la ley del mínimo esfuerzo: la de ubicarse en el pelotón, esconderse allí, como si fuese una lista electoral cerrada, hacerse el pendejo sin tomar relevo en la delantera, hasta esperar una escapada o una dificultad en la ruta que rompa el orden. Cuando la carretera se empina, hay que saber sufrir en silencio, aguantar hasta la cima y solo escaparse si hay suficiente certeza en cuanto a su fuerza y saber traicionar al resto hasta cortar la cinta de la meta (igual que en las coaliciones políticas).
Anécdota: hace pocos días tuve la oportunidad de pasear desde el casco viejo de Santa Marta hasta el corregimiento de Minca. Bella subida a la Sierra Nevada, que por estos días anda inundada de verde por las lluvias de invierno. Al llegar al pueblo, los mosquitos no perdonan pero los refrescos que venden alivian la llegada de los ciclistas después de kilómetros de trepada. Después de retomar el aire, me doy cuenta de la suerte que tengo de poder montar bicicleta por estos sitios tan maravillosos. La memoria es cortoplacista, pero cómo no recordar que este lugar hace poco estaba plagado de grupos armados ilegales. Hoy es un pueblo que quiere vivir del turismo y de los ciclistas aficionados a sus abruptas pendientes.
@QuinteroOlmos
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