Una lucha inacabable
Esta lucha, ese esfuerzo, esa obstinación por perseguir la corrupción, por aniquilarla, combatirla, desaparecerla, si bien es en verdad inherente a la naturaleza humana con sus desviaciones congénitas, siempre será un objetivo, una misión por cumplir para que el caos sea menos grave y para que igualmente, la vergüenza del mundo honesto no crezca sin límites.
Por años, muchas décadas, Colombia ha emprendido un esfuerzo gigantesco para acabar o reducir al máximo la corrupción, un fenómeno en verdad universal, difícilmente susceptible de extinguirse pero que la lógica humana, los valores y principios nunca deben dejar de combatir. Quizás la famosa frase del expresidente colombiano Julio Cesar Turbay Ayala de “intentar reducir la corrupción a sus más mínimas expresiones”, no fue tan exótica como pretendieron calificarla en su tiempo, algunos medios de comunicación, porque hoy el mundo incluida Colombia aspira por lo menos, a esa anhelada reducción.
Esta lucha, ese esfuerzo, esa obstinación por perseguir la corrupción, por aniquilarla, combatirla, desaparecerla, si bien es en verdad inherente a la naturaleza humana con sus desviaciones congénitas, siempre será un objetivo, una misión por cumplir para que el caos sea menos grave y para que igualmente, la vergüenza del mundo honesto no crezca sin límites. Desde los tribunales, desde los organismos de control jurisdiccional, todo el aparato de la justicia está diseñado en este país, en los demás también, para frenar y aniquilar la corrupción que ya entre nosotros rebasó todos los cálculos, superó a la imaginación, se enquistó en los más recónditos escondites de las actividades públicas y privadas, es decir, formó parte desde antaño de las costumbres y el comportamiento de los ciudadanos.
Pero debemos reconocer que toda la institucionalidad del Estado ha luchado por años, sin ahorrar esfuerzos, por combatir el terrible flagelo comentado. Es una verdad sin atenuantes. Si ha existido el esfuerzo, el propósito y las acciones para ese combate. Se nos dirá a cambio que esas instituciones también están corrompidas. No; no lo están en su esencia. Una minoría de sus funcionarios si son corrompidos en todas las facetas y actividades porque el mundo privado también lo sufre, pero son eso, una minoría, lo que sucede es que es tan continua la actividad, tan monstruosos los resultados, tan lacerantes las consecuencias que llevan en el vientre la magnitud del escándalo.
Esa lucha no debe acabar nunca. Ese propósito no debe desaparecer. Inclusive debe cada día más crecer hasta penetrar en la esencia misma de las instituciones públicas y privadas, guiadas por funcionarios y gerentes limpios, honestos, íntegros. Es una lucha eterna en el mundo y entre nosotros pero no debemos claudicar. Einstein en sus últimos años decía: “No rehuyamos jamás la lucha cuando se trata de preservar el derecho a la dignidad del hombre; sólo así podremos ser felices de pertenecer a la humanidad”.
Lo más triste empero de esta situación que no tiene fin es que cada día más en el país observamos que se viene formando nuevas generaciones que se están acostumbrando a ese desorden mental, a esa desviación de la estructura del comportamiento, a encontrar en todas las etapas de la corrupción la actuación normal, lo más natural de las actividades cotidianas. Es decir, en una gran proporción de la juventud se percibe que contemplan a los escándalos criticados como exageraciones de los mayores, porque en su universo moderno y forma más liberal de pensar la moral es mucho más elástica, su permisividad inmensamente más amplia y su indiferencia gigante si por delante de ellos la motivación es el lucro económico.
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