Recientemente ante un grupo selecto de amigos un exgeneral del Ejercito de Colombia, ya retirado en sus respetables años de descanso, comentó ante una pregunta de si el veía una posibilidad de golpe de Estado en el país: “No veo el hombre, la figura que lideraría ese movimiento”. Lo dijo después de meditar la pregunta unos segundos, lo dijo después de estar un largo rato entre todos analizando la convulsión social de América Latina en el momento, lo dijo con una expresión inequívoca de duda, de reflexión, quizás dubitativo, pero no para salir del paso.
Por otro lado, un profesor universitario afamado en Bogotá, también en una pequeña mesa redonda, comentó que no veía tan mal a Colombia, como parecía observarlo en varios medios de comunicación, en comentarios frecuentes, en cuanta reunión surgiera, en círculos grandes o pequeños donde la violencia, la acción de los vándalos, el espíritu destructor tergiversara el legítimo derecho a la protesta y la convierte en algo repudiable que todo ser consciente y equilibrado tiene que reprobar.
Por eso la pregunta ante la diversidad de criterios es: ¿Realmente está tan mal Colombia, estamos tan destruidos íntimamente, tan desvalorizados, tan caóticos? No lo creemos. Tampoco podemos afirmar desde la orilla de observadores imparciales que llegamos a la perfección, pero un análisis sereno nos hace concluir que nuestra economía sigue estable con los síntomas variables de todos los países del mundo, pero estable, los índices de pobreza disminuyen poco a poco, el desempleo se combate y no prospera demasiado, las políticas sociales del estado en vivienda, educación, salud, comunicaciones, todas avanzan. El ingreso per cápita no disminuye, la infraestructura y la producción crece. Entonces, preguntamos muchos, ¿dónde está la estructura de la desilusión, del fracaso que se nos mete por todos los rincones?
No es difícil la respuesta. Colombia parece hundirse por la gigantesca corrupción que permeó todos los estamentos públicos y privados, nos ahoga la falta de autoridad y la impunidad, el odio fratricida de muchos que nos comandan y dirigen, la ausencia espantosa de nobleza para manejar la política a favor del pueblo y no del bolsillo propio. Todo esto es lo que nos está aplastando, lo que provoca que se vayan al diablo cientos de los que se dicen jefes y solo son bandidos, de los que se autodenominan conductores y lo son solamente para engrosar sus patrimonios, esa es la auténtica verdad, duele decirlo, pero es la fotografía exacta de lo que padecemos, Entonces no es extraño que el pueblo quiera otra cosa, desee vivir otra experiencia, alimente la esperanza sepultada de un país donde desaparezcan el credo diario de crímenes, robos, atracos y secuestros. Donde la cultura ciudadana desapareció, si es que alguna vez existió; donde la palabra paz no sea un canto poético, sino una estructura de reivindicación. Solo entonces, como el exgeneral retirado del Ejército lo dejó entrever, será posible asilarnos mentalmente en posiciones extremas que terminen de romper los débiles sostenes de las ilusiones, la esperanza y los sueños que todos tenemos en nuestro interior.
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