Se ha vuelto costumbre en el país desde hace un par de décadas hablar, proponer, escribir, comentar sobre toda clase de reformas a la institucionalidad del Estado, inclusive tomando como referente muchas veces a una reforma de la misma Constitución Política, como si se tratara de un acto cotidiano, quizás baladí, superficial, acomodaticio.
Se habla de reformas como una manera de interpretar el acomodo a las nuevas circunstancias de la vida moderna pero con una impresionante ligereza que asusta y además, claramente, demuestra la poca profundidad con la cual se dimensionan y se diseñan los cambios que deben llegar a las circunstancias de la modernidad política y económica.
Es totalmente cierto que cada tantos años, generalmente pocos hay que amoldar nuestra legislación, el proceder del Estado, su reglamentación, a los cambios que exigen la evolución y el desarrollo de la vida moderna. Es igualmente cierto que el movimiento actual del capitalismo que crea empresas y genera empleos la productividad en términos económicos, requiere cada vez una actualización y un amoldamiento a las nuevas circunstancias. No podíamos avanzar en desarrollo con leyes de la época de la colonia. Pero no hay que exagerar, nosotros exageramos y se ha convertido en una obsesión exagerada la voluntad de plantear para todo reformas, a todo momento de todas las maneras y en veces, con los pretextos más pueriles.
El campo de la política es muy propicio para estas propuestas y para canalizar aparentemente a favor del pueblo, de la comunidad, toda clase de reformas: Especialmente la tributaria que es la fachada de una manera de imponer más impuestos, pero también la política, la de la justicia, la pensional, la laboral y varias más que están en contexto listas para nacer. Pero de todas ellas, muchas de las cuales están a la espera desde varios años atrás, y no progresan o no nacen por las contradicciones de la politiquería la que más preocupa como obsesión, como terquedad es la pretendida reforma tributaria. Observamos que en el país se hace y se aprueba cada año y medio una reforma tributaria. Es la perla de las ambiciones de cada nuevo ministro del ramo o presidentes.
Es la forma distorsionada o no de imponer nuevos gravámenes en una nación que ya no aguanta más tributos y si no pregúntele a los grandes inversionistas y empresarios medio ahogados en este mar de improvisaciones tributarias. Recientemente en el peor momento del país por la pandemia, el ministro de hacienda anuncia nueva reforma tributaria. ¡Que error político tan grande!.
Estas improvisaciones a veces son tan absurdas como ineficaces o ilusas: la última, rebajar impuestos a la industria para dizque generar más empleo es casi una ilusión óptica pero en el último monstruoso intento hace un año de colocar otra soga al cuello se pretendía cobrar el IVA a toda la canasta familiar. Y como coletilla final aportamos un secreto a voces: cuanta inseguridad jurídica produce en futuros inversionistas que traerían capitales extranjeros al país ese vaivén, esos anuncios permanentes de reformas y cambios en el aspecto tributarios: es lógico el temor o miedo que les nace ante la eventualidad de que apenas comenzando les caiga una de estas reformas fantasiosas que les corte enseguida las alas de producción y desarrollo.
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