Ya hemos escrito sobre este tema en meses anteriores, pero el fenómeno se extiende y se agrava. No nos estamos refiriendo a la mercancía en grandes cantidades, volúmenes pesados, contenidos gigantes, sino al servicio a domicilio muy personal que se solicita de tiendas, farmacias superalmacenes, groceries o simplemente desde cualquier punto de venta. Es un servicio que despachan muchachos en bicicletas, y en la mayoría de los casos estas no tienen luces ni indicativos de su presencia en la oscuridad. Además, sus conductores a la mayor velocidad se cruzan casi siempre en contravía, se atraviesan abruptamente al tráfico automotor, se suben a los andenes, generalmente todo lo hacen a una velocidad más que peligrosa y no llevan casco protector, no tienen seguridad social, ni seguro de ninguna clase y, por supuesto, trabajan en las menores condiciones personales que cualquier ser humano pudiese pretender.
Los servicios domiciliarios vienen a suplir una necesidad de muchísimas personas y significan para la comunidad un alivio en cuanto a que centenares de muchachos, muy jóvenes por lo general, encuentran un medio de subsistencia, de apoyo económico que antes no tenían y alivia indiscutiblemente sus necesidades económicas y las de su hogar. Es decir, el servicio ha venido a llenar una necesidad por punta y punta: para quienes lo necesitan ahorrándoles ir hasta el lugar de ventas a hacer sus compras y el encuentro de un nuevo empleo informal de muchas personas y que les produce un ingreso más o menos mínimo, pero codiciable.
Hace pocos días, un amigo no pudo evitar atropellar en su vehículo a un muchacho de los descritos que intempestivamente se le apareció de la nada, sin luces, no dándole tiempo de frenar. Si hubiese conducido, nuestro amigo, a mayor velocidad, el desenlace habría sido fatal. No obstante, el chico quedó herido y este percance se le ha convertido al conductor en un dolor de cabeza inimaginable, no solamente por los costos económicos, sino porque la tienda despachadora, la familia del muchacho, los colegas, hasta las mismas autoridades del tránsito, lo condenaron desde el instante del suceso, sin fórmulas de defensa, a pesar de que con la más absoluta claridad no tuvo con certeza la más mínima culpa. Ha tenido que recurrirse al testimonio de dos transeúntes ocasionales quienes generosamente manifestaron presenciar todo el incidente, comenzando con la imprudencia absurda del domiciliario.
Es hora de que las autoridades respectivas respondan por una reglamentación que no es difícil de confeccionar. Y por supuesto la Policía –la gran indiferente de los delitos que a cada segundo les sucede en sus narices– asuma su responsabilidad con energía donde se demuestre que son lo que son: autoridad. Porque si algo adolece esta comunidad de Barranquilla es de falta de autoridad in situ, como dicen los juristas, lo que provoca automáticamente el primer eslabón de la cadena de impunidad que asola a este país. Esta reglamentación es urgente y un control exigente se requiere para evitar próximas y graves tragedias. Los muchachos tienen todo el derecho de buscar empleos informales ante los fracasos por su escasa educación y las políticas de empleo del Estado, pero no pueden seguir funcionando como ruedas sueltas alocadas y peligrosas.
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