El Heraldo
Opinión

Verdad y reconciliación

Qué difícil tarea tiene la Comisión de la Verdad, un ente estatal autónomo que funciona desde hace un par de meses y que lo hará por tres años, cuando entregue el informe documentado de lo que sucedió en Colombia estas últimas décadas en torno a la violencia. Desde hace varios meses se vienen recogiendo testimonios de las víctimas, pero me pregunto qué tanta de toda esta verdad conduzca a la reconciliación. Más allá de estos relatos, es necesario entender qué fue lo que nos llevó a ese trauma que no logramos superar; ese trauma cuyos síntomas son el odio, la ira y la mezquindad. 

Nací el mismo año en que nacieron las dos más grandes guerrillas de Colombia (las Farc y el Eln), de modo que la guerra y yo crecimos juntos, a la par. Mientras iba al colegio o a las fiestas, en otros lugares del país había masacres, asesinatos, bombardeos, ruidos de metralletas. Y, aun así, todos “jugando” a que aquí no pasa nada. ¿Cómo no ser de piedra? 

Colombia es un país donde un agobio se troncha para dar paso a otro. Hay madres que han visto morir a todos sus hijos en la guerra e hijos que han tenido que conformarse con enterrar uno que otro resto de sus padres (un brazo, la cabeza, el cuerpo decapitado). Y mientras las madres gritan, desesperadas, el dolor que se les atollará por siempre en la garganta, los hombres callan. Miran de reojo, se muerden los labios, sospechan de todos y se callan para siempre sin olvidar nunca la revancha. 

Se hace imposible eliminar esos recuerdos por la incapacidad de hablarlos. Hay unas imposiciones sociales y culturales y unas costumbres, y la gente se mete en esa incapacidad, no solo de dialogar con el otro, sino incluso de hablarlo consigo misma, de mirarse al espejo y cuestionarse. Es un tema muy machista y misógino, porque el hombre no puede permitirse sentir y la mujer tiene que actuar como un hombre para hacerse respetar. 

Los colombianos nos hemos blindado contra el dolor. No sentimos. Hemos perdido toda sensibilidad. Mucho peor: hemos interiorizado la negación al dolor. Muchas víctimas esconden una cierta culpa por haber “permitido” que el agresor hiciera lo suyo. Cuentan su verdad de forma, digamos “robotizada”, pero no sienten nada al contarla porque sentir es sinónimo de debilidad. Por eso el odio y el miedo no son más que caparazón. Es la manera que hemos encontrado para no dejarnos arrastrar por nuestra propia fragilidad.

Enfrentarse consigo mismo, acostado en un diván ante la mirada de un psiquiatra, no necesariamente conduce a la catarsis, como no necesariamente lleva a la paz espiritual confesarse con un sacerdote. Si no hemos tenido tiempo de consumir nuestro propio dolor, ¿qué nos va a interesar consumir el ajeno? ¿Qué nos va a interesar la reconciliación, si no hemos logrado reconciliarnos con nosotros mismos?

Lo que asusta en Colombia es el silencio de los fusiles ahora que la guerra amenaza con terminarse. La pregunta en el aire: “¿Qué será ahora de nosotros si la selva en la que crecimos, la violencia, el exceso de sangre, se difumina en el viento?”. 

@sanchezbaute 

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