Todo iba bien hasta que aparecieron Adán y Eva y nos expulsaron del Paraíso. Lo que a cada quien le daba placer se convirtió en pecado. No más desnudez ni felicidad: el hombre tenía que sentir culpa y ser un desdichado. Porque eso hace la culpa: se alimenta de miedos, odios y miserias hasta hacer del hombre un desdichado.
Vino Cristo y asumió la culpa de toda la humanidad, pero a los cristianos no les importó y siguieron sintiéndose culpables. ¿De qué? De cualquier nimiedad, porque entonces la Iglesia introdujo códigos de conducta que debían cumplirse en público. El “amaos los unos a los otros” se convirtió en odiad a quien no es como nosotros. Quien quería ir al cielo debía ser “bueno”. Era un deseo aspiracional y hasta se pagaba por ello (a la Iglesia, por supuesto). La doble moral se convirtió en estilo de vida y el hombre debía asumir la culpa. No la responsabilidad. Y aquí vino otro lío: debía responder a Dios, no a las leyes del hombre.
La Iglesia fue muy hábil en esto: nos convenció de que Dios todo lo ve y todo lo castiga. Era como si Dios le hablara al hombre a través de uno de esos pinganillos que usan los porteros de las discotecas. Todo es pecado cuando no le conviene a quien dice que es pecado. Si alguien contraía una enfermedad, si a una madre se le moría el hijo, si otra era golpeada por su marido, era por su culpa. Había cometido un pecado y debía recibir un castigo (en Colombia esto se tradujo como “dar papaya”).
Así iba el mundo: los hombres buenos se comportaban como los de la Biblia: más machistas, imposible. Había curas que cometían el peor de los pecados: la pedofilia, pero no importaba porque ellos eran “buenos”.
Pero aparecieron la píldora, la publicidad, los hippies, la Revolución Sexual, el Me too, los derechos igualitarios, los medios de comunicación que comenzaron a mostrar que hay curas que no son tan “buenos”… Los códigos de conducta cambiaron. Muchos hombres, incluidos curas, de repente quedaron sin piso y comenzaron a preguntarse quiénes son, a qué vinieron al mundo, qué fue lo que hicieron mal, cómo deben actuar, se escriben libros sobre qué es ser hombre hoy.
Guillete acaba de presentar un comercial de cien minutos que divide a los hombres en buenos y malos. Los malos son los violentos, los que acosan a las mujeres, los que las maltratan, los niños que matonean. En menos de una semana veintiún millones de personas (al momento en que escribo esto) lo han visto en Youtube. De ellos, 585 mil le han dado like y más de un millón, entre hombres y mujeres (machistas, lo sabemos, son más las mujeres que los hombres), han tipeado “No me gusta”.
Puestos ante este espejo, quienes siempre han dominado el mundo se han ofendido, quizá porque los ha enfrentado a una culpa que desconocían y aceptar el cambio deja sin piso su escala de valores. En el dilema entre la vieja y la nueva masculinidad, más de un millón ha dicho que se quedan como eran. ¿Siguen el ejemplo de Trump, de Putin, de Erdogan, de Duterte, de Bolsonaro?
@sanchezbaute
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