Cuesta trabajo apelar al sentido común y a la razón en días como los pasados para tratar de encontrar explicaciones donde no parece haberlas. El eco del demencial ataque atribuido al Eln aún retumbaba cuando ya iniciaba una infame guerra virtual en procura de sacarle réditos a la sangre recién derramada. Bajezas de un lado y del otro, muertos de primera y de tercera. Somos, lejos y por goleada, una sociedad enferma, paranoica y desconfiada; llena de individuos que se jactan de matar o hacerse matar por demonios invocados que les eviten el gasto de pensar.
La barbarie del atentado deja claro que el anacronismo ideológico del Eln, su falta interna de liderazgo y su completo divorcio con la realidad nacional invalidad cualquier asomo de posible negociación. Los voceros de La Habana se han escurrido bajo la levantada mesa, y ningún gobierno extranjero en su sano juicio da pistas de mover fichas públicamente por tender puentes que ahora nadie quiere cruzar. Si es que le quedaba algo, el Eln con sus acciones ha renunciado a representatividad alguna. El comunicado con que se atribuyó lo de la Escuela es tan infame como cínico.
Daño colateral del bombazo lo constituye la exacerbación de la polarización que como país sufrimos. Como si siete décadas de guerra no fueran suficientes, la adicción al horror que caló en tres generaciones y se reprodujo en el ADN nacional tiene a muchos avergonzadamente contentos con el bombazo. Lo susurran nada más, pero se les nota. Frente al enemigo común, responder a la bala con la bala se impone.
Los cantos de la guerra se desempolvaron para escucharse de nuevo. Echamos para atrás por lo menos una década. A la extrema estupidez se le contesta con extrema intolerancia; y en la mitad, aplastada, está la “sociedad civil”, concepto extraño que aún no hemos aprendido a entender y valorar.
Con evidente ingenuidad, esa sociedad civil se deja convocar a marchas con tendencia lamentable a satisfacer egos, sacarse selfis o, como pasó, a amenazar con “pelar” a jóvenes con camisas blancas de letras rojas. Un símbolo más de esos que cada vez importan menos en nuestra orate condición. Placebos sociales que atenúan las arcadas pero no resuelven el problema. El parásito que las produce sigue adherido con fuerza al intestino.
No es tanta la tristeza y el dolor como la rabia. Cuando nos creíamos fuera, nos volvieron a meter. Se envalentonan la ignorancia y la represión. El miedo, como tantas otras veces, volverá a regir las decisiones. El sosiego que precede al argumento sesudo deja su paso al afán histérico de imponer ideas. No hay paradoja ni contradicción entre ambos extremos. Son igual de asquerosos.
Lejos está de terminar lo que apenas ha arrancado. A ver si como sociedad civil aprendemos a no seguir ciegamente falsos chamanes, redes contaminadas y discursos represivos. A ver si esa misma rabia nos motiva a sacudirnos.
asf1904@yahoo.com
@alfredosabbagh
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