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Opinión

Los patines del ‘Tolima’

El viejo Freddy me contó alguna vez que mi abuelo, su papá, nacía en el preciso momento en que los patines del hidroavión ‘Tolima’ rozaban el techo de la casa en donde pujaba su mamá al compás de una partera que se echó tres bendiciones al sentir el mover de las ventanas y el estruendo posterior con que ese domingo quedaría marcado en la historia. Era 8 de junio de 1924, y en el malogrado aeroplano iban el empresario Ernesto Cortissoz, el piloto Helmut Von Krohn y otros ciudadanos de origen alemán que esa tarde habían salido a dejar caer del cielo volantes de una campaña cívica relacionada con el entonces estado de Bocas de Ceniza, aprovechando la presencia en la joven ciudad del ministro de Obras Públicas de entonces. A la memoria de los caídos se erigió un monumento coronado por un águila. Aún sigue allí.

Puede que sea una marca del destino, o en agradecimiento por esos centímetros de altura que separaron la caída del ‘Tolima’ sobre mi abuelo, el que la aviación ocupe un lugar especial en mi familia. Cuando era mozalbete mi padre se le escapó al suyo para intentar subirse en un avión con rumbo a Cali para enlistarse en la Fuerza Aérea. El intento terminó en una soberana “limpia” de aquellas que, menos mal, ya poco se dan. Don Freddy tomaría revancha ya mayor y sacaría su licencia de piloto de monomotores pequeños con la que paliaría esas perennes ganas. Cuenta también que varios de sus compañeros de curso terminarían haciendo vuelos “mágicos” de trágico final en esa década de los 70, y que otros tantos seguirían la carrera hacia los jets. Era la época de la Aerocóndor del capitán Millón y sus aviones pintados como los rayos del sol, de Avianca y su rojo intenso, de Tavina, del Aeroclub a donde los domingos íbamos a sentarnos cerca de donde los 727, los Electra y los 720 daban la vuelta. Era el viejo aeropuerto, el de la pista corta en donde alguna vez tocó desarmar el interior de un avión para que lograra despegar.

Debe ser genético entonces que, antes y ahora, la vista de los hermanos se nos vaya al cielo cuando se escucha el sonido de un motor. Por eso mismo es que jugamos a adivinar el modelo del aeroplano por ese zumbido lejano, o nos imaginamos viviendo en la Barranquilla de los 50 que tenía un aeródromo en lo que hoy es el boulevard del barrio Simón Bolívar, allá donde Cecilia Gómez Nigrinis, capitana del aire y reina del Carnaval 1951, le sonreía a la cámara de cine que documentó su fiesta. Por eso debe ser que siempre buscamos la ventana y llegamos como dos horas antes del vuelo. Los patines de ese avión, ya no hay duda, nos marcaron.

Cien años cumpliría Scadta, la empresa que esos quijotes crearon en estas tierras. Esa semilla germinó y se transformó en lo que hoy es Avianca, con otros dueños y otras historias. La mía, la de mi abuelo, es la que más recuerdo. Mientras averiguo si la casa donde nació sigue en pie y conserva, quien quita, las marcas de los patines, seguiré alzando la mirada al cielo.

asf1904@yahoo.com

@alfredosabbagh

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