Hablaba el otro día con mi buen amigo Carlos Guerra, gran profesional y mejor persona, ilustre de Puerto Colombia y Barranquilla, acerca de la moralidad en política. Debatíamos si debemos confiar en las instituciones, en la ley, para gobernarnos; o si, además e imprescindiblemente, necesitamos de buenos hombres para tal labor. En otras palabras, ¿a los políticos hemos tan solo de pedirles que sean eficientes en la confianza de que la ley frenará sus malos instintos o, además, también debemos exigirles que sean decentes a título personal, pues no podemos confiar en que la ley por sí sola los hará buenos? ¿Leyes u hombres? ¿Instituciones o líderes? ¿En manos de quiénes nos confiamos?
En nuestro día a día la pregunta es mucho más pragmática ¿podemos conformarnos con el habitual comentario, tan típico por estos lares, de este roba, pero hace? ¿O, por el contrario, hay que requerir de los políticos que hagan y que además no roben? ¿Es suficiente con que nuestros políticos nos den más obras y mejores servicios públicos, o debe demandárseles que sean ejemplos de buenas costumbres? Es triste tener que hacer estas preguntas. La moral en el político, como la valentía en el soldado, es algo que debería darse por hecho. Cualquiera que lea los clásicos de la representación, ya franceses, ya anglosajones, todos dicen que la política tal y como la concebimos en el presente, esto es, mediante elecciones periódicas en las que seleccionamos a nuestros gobernantes, tiene sentido siempre que dichos gobernantes sean los mejores de la sociedad, los más preparados, los más brillantes, espejo de virtudes en el que mirarnos. Vale que esto tal vez sea un deber ser. Un ideal de difícil cumplimiento. Pero, al menos, no aceptemos con tanta naturalidad irnos al otro extremo, a que nos gobiernen sujetos de dudosa cualificación cuyo único mérito sea pertenecer a tal familia o gozar del apoyo de tales poderes económicos. Gente que es evidente, que concibe la política como un método de enriquecimiento personal y que no acude a ella más que a obtener beneficios patrimoniales personales. ¿Por qué aceptamos a estos individuos? ¿Por fatalidad? Nada se puede hacer, así es la vida, se nos dice. ¿Por negligencia? Da igual que me presente yo o que apoye a alguien decente, siempre ganan los malos, se nos cuenta. ¿Porque nosotros somos iguales que ellos? Todos somos corruptos, nepotistas, todos robamos en la medida de nuestras posibilidades, parece que pensemos.
Un Estado es lo que son sus instituciones, pero es imposible ignorar el factor humano. No hay estructura institucional que aguante si sus titulares son corruptos y degenerados. Por ello, los teóricos hemos de proponer y defender las mejores fórmulas jurídicas e institucionales, pero nunca podemos olvidar la crucial relevancia del ser humano. De la persona que, inevitablemente, ocupará el puesto. No basta, por tanto, con tener las mejores instituciones. También es necesario seleccionar a los mejores hombres.
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