El domingo, amanecí en un país bañado con una nueva energía tras la derrota de Donald Trump en las urnas. También, amanecí en un país marcado por una ola de populismo sin precedente para el pueblo estadounidense. La salida de Trump, que quizás jamás aceptará su derrota, no acabará con el trumpismo.
El trumpismo es un movimiento que se apropió de los símbolos nacionales de mi país natal. Con destreza, fue capaz de dividirnos en facciones, entre estados rojos y azules, entre la ciudad y el campo e incluso por color de piel. Entre las grandes celebraciones en las calles de la ciudad de Chicago, donde me encuentro esta semana, me costó mirar la bandera de las estrellas y rayas sin ver el trumpismo, una ideología que no cabe exactamente en lo que representa el partido Republicano, sino que mezcla el populismo, antiglobalización, cristianismo evangélico y políticas de derecha. No sé hasta cuando podré ver una casa con la bandera nacional izada sin verla como la marca de trumpistas fanáticos.
La mañana del domingo, me puse a pensar en la zona rural del estado Iowa donde me críe. Allí pasé los últimos ocho meses en cuarentena intentando entender que llevó al 64% de los pocos moradores rurales de este distrito a votar por Trump. Cuatro años en una burbuja liberal en la universidad me dejaron lejos de la realidad de mis vecinos, muchos sin estudios universitarios ni pasaporte. La mayor parte no vive en pobreza absoluta, pero las casas carcomidas en las calles de grava que atraviesan los maizales son prueba de que no todo va bien económicamente.
De cierto modo, el trumpismo adoptó el comportamiento de la izquierda en algunos países de América Latina. Se proyecta como la víctima de una élite urbana globalizada y de una conspiración de la prensa. Se aferra a tendencias autoritarias cuando se acerca una derrota electoral. Pocas horas después de que se declarara la victoria de Biden, la organización republicana de la Universidad Estatal de Iowa tuiteó que hay que comprar armas porque “las élites quieren vengarse de nosotros”. Entre los más leales al trumpismo incluyen mineros, agricultores, albañiles, camioneros y rancheros—obreros que en casi cualquier país de América Latina harían campaña por los partidos de la izquierda.
Lo que viene de ahora en adelante para el país no será un simple regreso al sistema binario liberal-conservador que definió nuestra política durante las últimas décadas. Los republicanos a partir de esta semana comienzan un gran debate interno entre sus partidarios trumpistas y los conservadores tradicionales. Por otro lado, la juventud impulsará un gran esfuerzo para presionar a los demócratas a adoptar políticas de la izquierda o jugar perder su apoyo. En un país donde un año de universidad pública cuesta un promedio de $10.440, no los pueden culpar por cansarse del sistema bipartidista.
Las conglomeraciones que gritaron “¡12 años más!” en vez del cántico tradicional de reelección “¡4 años más!” están al punto de volverse una fuerza perenne en nuestra política. Hoy amanecí en un país familiar, pero uno en el cual veo a mis vecinos que apoyan al trumpismo con tanto fervor con un gran sentido de asombro. No dudo que ellos me miran a mí con los mismos ojos.
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