Como sabrás, lector, Making a murderer es una exitosa serie documental de Netflix, que ha generado controversias a lo largo y ancho de Estados Unidos y del desquiciado planeta cibernético, pues en últimas pone en tela de juicio, y de prejuicio, el sistema judicial de ese país, pero también los garantes universales de la humanidad.
Se aprende más de nuestra condición humana de mamíferos recién llegados al neocórtex, o corteza cerebral, observando con honestidad sensible, si de ello fuéramos capaces, estas historias de crímenes famosos, que leyendo a Deepak o a Walter. Pues, como ha señalado el neurólogo portugués Antonio Damasio: “Todos somos capaces de torturar a otra gente, de matarla. Todo esto es inherente al ser humano, no es que algunos de nosotros seamos buenos y otros malas personas”. Pero nos regodeamos mirando en la crónica roja de los diarios lo buenos que somos nosotros y lo malos que son los demás.
Si a ello le sumamos nuestra moral de rebaño, nuestros malditos prejuicios disfrazados de moralismo y sentido de la justicia, obtendremos quizá un panorama honesto de por qué nuestros sistemas judiciales, y en particular el norteamericano, resultan más monstruosos aún que aquellos a quienes juzgan y condenan. Ya lo decía el filósofo Hobbes: el Estado es un Leviatán, un monstruo cuyo argumento irrefutable es ser mucho más temible que los mismos criminales.
Ese Leviatán devoró entre sus fauces a Steven Avery, a sus veintitrés años de edad, acusándolo y condenándolo por un abuso sexual que no había cometido, abominable injusticia por la cual padeció el horror de pasar dieciocho años en una cárcel, y todo ello debido al fariseísmo, los prejuicios, el odio y la mala fe de un sistema judicial contaminado de corrupción en todas sus instancias. Un sistema que allá y acá, desde la ignorancia dolosa de nuestra humana condición, a partir del desconocimiento inhumano de que todos, incluidos jueces y fiscales –Ken Kratz, el que se ensañó con Avery, luego fue acusado de acoso sexual–, estamos hechos del mismo lodo, desconoce la compasión y la sensibilidad, y se esconde tras una soberbia infinita que jamás admite sus errores.
Monstruo que también atrapó entre sus garras a Aileen Wuornos, prostituta declarada “asesina en serie”, quien comenzó a matar atormentada por las repetidas violaciones a las que era sometida por sus clientes, y había pasado una infancia, una vida, como de película de terror. Pero fue condenada y ejecutada sin miramientos, sin que se contemplara siquiera la hipótesis de que estuviera actuando en legítima defensa. Poco antes de morir, dijo en una entrevista: “Gracias, sociedad, ustedes me volvieron una asesina”. Más lúcida que sus jueces, más humana, lo mismo que Avery, quien ahora cumple cadena perpetua. Y sus imágenes, cuando caminan cargados de cadenas como en la Edad Media, recuerdan más a la de Cristo que las de todos sus detractores. Qué poco hemos avanzado en humanidad, en consciencia.
Y el Cristo recóndito, que no necesita iglesias, le grita a uno que vivimos en medio de una laboriosa fábrica de asesinos en un mundo sin amor.
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