Uno se acerca con temor a la escultura, como si supiera que va a encontrarse con una verdad incómoda, con una transgresión, con una revelación cruda, contradictoria, pecaminosa, pero igual se acerca y, para dilatar el momento, comienza a observar el pie izquierdo de la santa, desnudo y con los dedos tensos, ya sabe uno que algo pasará arriba, cuando por fin los ojos se enfrenten con el gesto. El tímido recorrido prosigue con el manto, cada pliegue que cae supone una tela de lana burda, desordenada por el movimiento brusco y reciente del cuerpo pequeño y rendido. La mano izquierda ha dejado de luchar. Uno sabe lo que viene y quiere seguir y no seguir. Es una bienaventurada, una criatura tocada por la divinidad, uno no quiere verla así, tan humana, tan vencida, tan consciente del poder de la carne aguijoneada. Es preciso ignorar el eufemismo del ángel que sonríe. Hay que seguir, hay que llevar la mirada hasta el rostro que agoniza. A uno lo sobrecoge la vergüenza y la exaltación. Uno no quiere verla así, pero lo hace, es testigo del éxtasis de Santa Teresa, reflejado en su cara de dolor y de placer, ese orgasmo interminable que debe ser el más inexplicable y aniquilador porque Dios mismo lo ha causado. Uno se pasma, se sobrecoge, se excita.
Imagino a Gian Lorenzo Bernini, mucho antes de enfrentarse a muerte con el bloque de mármol, leyendo el misterioso verso de la monja de Ávila: ‘Rodéame, penétrame, Señor…’, imaginando el momento sublime de la transverberación de la monja, su fusión con el Padre. El maestro napolitano tuvo que haber pensado en las historias sexuales de los dioses griegos, libertinos y lúbricos, pero estoy convencido de que, por encima de las referencias, de alguna manera podía intuir la naturaleza del placer humano, su asombrosa coincidencia con un dolor que se ansía y la tendencia que tenemos de comparar esa experiencia inexplicable con la visita efímera de lo sobrenatural.
Uno se queda viendo el gesto interminable de Teresa, tallado en la piedra, y se inicia en la memoria el recorrido de los rostros de las mujeres que, haciendo gala de una proverbial insensatez, aceptaron sucumbir ante nuestras torpes maneras de amar; uno recuerda que es real la magia del contacto de los cuerpos, uno confirma la falibilidad de las palabras y de los silencios, y recuerda que solo es posible encontrarse con los otros a través de la experiencia mística y profunda de las pieles que tiemblan.
Luego de ver esta escultura barroca, perfecta y contundente, no es posible nunca más pensar en el sexo como en un apéndice del amor o como una banalidad de los orgullos. Porque la obra de Bernini es una interpretación sorprendente y diáfana de lo cerca que estamos de la verdad y de la muerte cuando el placer causado por un cuerpo elegido nos penetra el alma.
Uno se va. Se aleja de la piedra tallada y descubre que la boca está seca, que los latidos han estado galopando en el pecho y que asoma una impúdica dureza entre las piernas. Qué importa que ella sea una monja, una santa, una hija predilecta del Señor, ella también lo ha sentido, ella también ha visitado por unos segundos el territorio en el que estamos a solas con lo divino, como todos, como uno, que se va pensando qué hay debajo del manto de lana burda, preguntándose si el vientre también estará tenso. Uno recuerda cuántas veces ha sido Teresa, desvalida, penetrada y feliz.
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