El país no vive momentos fáciles. Nada parece estar funcionando como debiera y se siente dentro de la población –que no está luchando solamente por su supervivencia y tiene tiempo para analizar lo que está sucediendo a su alrededor–, una sensación de desconcierto. El haberse demorado el Gobierno en reconocer que entrábamos en una etapa de desaceleración ha creado mucha incertidumbre que, sumada a las inconcebibles acciones de la guerrilla, muchos temen volver a ese pasado espeluznante donde las bombas aparecían en sitios inesperados. No se están cumpliendo las promesas de los beneficios de los tratados de libre comercio, y a la desaceleración de las tasas de crecimiento, a mayores niveles de inflación de los anunciados se suman los indicios de deterioro del mercado laboral. Muy poco para hacer fiesta. Por ello, es el momento de reflexionar sobre qué hacer en períodos complejos como el que estamos y posiblemente seguiremos, al menos por un tiempo.
Ante estas, y en general, todas las circunstancias, los 48 millones de colombianos, con poquísimas excepciones, solo esperan que el Gobierno actúe, y como no lo hace en la medida esperada, viene el desaliento, que es exactamente lo que menos se requiere cuando las cargas son difíciles de llevar. Nunca, y menos ahora, la ciudadanía puede ignorar sus responsabilidades, y por ello es hora de plantear algo que hace la vida en Colombia especialmente difícil. Es increíble el nivel de indisciplina al cual ha llegado este país. No se respetan los plazos, no se responden llamadas urgentes; no se cumple con la palabra comprometida y llenamos este mundo complejo con excusas, dilatando el tiempo para cumplir compromisos con argumentos que enredan las soluciones de muchos problemas.
No sé para qué existen los semáforos, porque gran parte del caos del tráfico en Bogotá, y en muchas ciudades, se debe a esta terrible indisciplina, gracias a la cual todo el mundo pareciera que hace lo que le viene en gana. No se respetan las filas, y menos aún se cumplen las normas que hacen de la convivencia una experiencia civilizada y positiva. Todo es difícil; los trámites, las citas, los debates. Es decir, se ha perdido, de una manera visible y terriblemente preocupante, la disciplina de los ciudadanos.
Ningún país que vive en medio de la guerra cruel y miserable que aún tenemos puede sobrevivir si sus ciudadanos ignoran las reglas mínimas de convivencia. Si nada se respeta, si vivimos en un completo desorden, ¿será que a los extranjeros, por ese arribismo que nos caracteriza, sí los tratarán mejor? Porque para cualquier ciudadano de este país, tramitar algo, hacer cumplir un contrato, que le lleguen a una cita, que se respeten los horarios es una señora proeza.
Por ello, si las instituciones colombianas no funcionan, como está sucediendo con muchas de ellas, lo mínimo para sobrevivir es que cada ciudadano respete las normas. Esto es, que cumpla lo prometido; que no salga con falsas excusas y respete los compromisos; que conteste las llamadas que, sabe, son urgentes. Es decir, en otras palabras, volvámonos serios y dejemos la tomadera de pelo como la práctica permanente frente a todo tipo de situaciones. Si a todo lo que está sucediendo se agrega esta terrible falta de seriedad de la ciudadanía, la vida en este país se volverá cada vez más intolerable.
Rectificación: Que quede claro: no escribí la columna "Barranquilla: Base Offshore" a la cual EL HERALDO puso mi fotografía y mi nombre. Me enteré de este error por mis amigos de Barranquilla, pero esperaba una rectificación de este medio. A la fecha, nada de nada.
cecilia@cecilialopez.com