Mi primera “máquina de retratar” fue una Agfa, negra, cuadrada, en forma de cajón, con un rollo para 12 fotos y una ruedita para adelantarlo cada vez que disparaba el obturador. A un costado, en una pequeña ventanita roja, redonda, aparecía el número de la foto y cuando se terminaba el rollo –de un grueso papel rojo– lo reversaba volviéndolo a enrollar en el carrete original, para mandarlo a desarrollar. El proceso demoraba varios días y había expectativa por saber cómo habían quedado las fotos, pero a veces sufría una gran decepción cuando el rollo se velaba y me devolvían el negativo en blanco. Debido a la limitante de 12 fotos, antes de tomar cada una, debía sopesar si el motivo justificaba ser retratado. Las fotos las pegaba en un álbum de hojas negras, con unas esquinitas doradas engomadas y eran para verlas en familia. Pero las cosas han cambiado, pues ahora todo niño tiene su cámara, que viene con el celular, y cuando nacen traen el “aparatico” bajo el brazo. Y se toman fotos y más fotos, muchas fotos, todas las fotos, indiscriminadamente, porque no hay límite ni medida. Y ya no son privadas, pues nos las meten hasta por los ojos y... tenemos que poner buena cara cuando un amigo nos “levanta” a fotos de sus nietos, que nada nos interesan, pero hay que mostrarse sorprendidos y decir “Qué belleza de niño”, aunque el pelao sea un esperpento. ¿Y qué decir de las tales selfies que se toman para exhibirse y las “cuelgan” para que todos los vean, en un narcisismo inusitado, en busca de muchos “me gusta”? ¡Pura hazañosería! Y cuando no reciben el número de “me gusta” que esperaban, se frustran, se enferman. Me quedo con mi vieja Agfa de 12 fotos; lástima que ya no se consigan los rollos.