La sugerencia de James Robinson en El Espectador (“¿Como Modernizar a Colombia?”, diciembre 13 de 2014) de preocuparse más por el acceso equitativo a la educación de buena calidad que por la distribución de la tierra ha desatado furiosas críticas, como si este profesor hubiera cometido un sacrilegio planteando que es mejor que los empresarios se encarguen del desarrollo agropecuario y dejar a los campesinos que han sido desplazados en las ciudades.

Esta posición puede ser políticamente incorrecta y carente de empatía, porque los desplazados pasan hambre, en condiciones de extrema pobreza en las ciudades (El Tiempo, diciembre 16 de 2015) y no tienen acceso ni a la educación ni a oportunidades laborales que les permitan vivir con dignidad comparable a la que tenían en el campo, pero no es insensato ni despiadado sugerir que se discuta el acceso equitativo a las oportunidades de buena educación, o que puede ser más valioso para los habitantes del campo, los desplazados y para la economía en general distribuir becas, no fincas.

Salomón Kalmanovitz recuerda que la receta de Robinson se parece a la de Lauchlin Currie, quien concibió un plan de desarrollo en 1970 que indujo una gran migración de campesinos a las ciudades a trabajar en el sector de construcción (“El Síndrome del Economista Doctor”, El Espectador, diciembre 21 de 2014). Aparentemente Currie era hostil a las ideas de reforma agraria y al agrarismo, y decía que es muy ineficiente proveer servicios para una población campesina dispersa (Malcolm Deas, “La llegada a Colombia de la Noción de Subdesarrollo, y de los Economistas”: La evolución del Clima de Opinión, Documento de Trabajo, mayo de 2013).

A mediados de 2013 recibí comentarios de Darrell Hueth, profesor emérito de Maryland, sobre una columna mía a favor de la redistribución de la tierra en la que divulgué el hallazgo que han hecho otros de que los pequeños productores utilizan la tierra más eficientemente que los grandes. Expresó sorpresa sobre esto último y escribió que “en lugar del acceso a la tierra, lo que se debería estar discutiendo en La Habana es el acceso desigual a la educación y al conocimiento. Sin desconocer la importancia histórica y política de llegar a un acuerdo sobre la tierra, sobre todo para quienes nunca han sido propietarios” (o son campesinos, como los militantes de las Farc). Darrell valoraba mucho más la educación, y aportó la idea de concederles becas a todos los excombatientes, tanto de la guerrilla como de la fuerza pública a semejanza del programa de GI Bill en los Estados Unidos. Yo resumí todo esto en una columna que a pesar de ello no levantó tantas ronchas como la reciente contribución de Robinson (“Abrir Nuevos Caminos” El Tiempo, junio 20 de 2013).

Kalmanovitz le pregunta a Robinson cómo hacer más equitativo el acceso a la educación de buena calidad. Me recuerda que alguien, quizás Malcolm Deas, comentó que todos los economistas recomiendan invertir en educación cuando les preguntan cómo promover la equidad pero muy pocos de ellos estudian educación, muy pocas universidades colombianas tienen programas de postgrado en educación, y ninguno se mosquea cuando nombran ministros de Educación que desconocen el tema.