La historia cuenta que a finales de 1780, un galeón español cargado de esclavos naufragó cerca de la costa de La Guajira. La tragedia permitió que un grupo de cimarrones fundaran Tabaco. Sus vidas crecieron alrededor de la agricultura y la pequeña ganadería. El pueblo creció y fue reconocido como corregimiento de Hato Nuevo, La Guajira, desde 1984. Cerca de 480 familias que construyeron fuertes lazos y una estrecha relación con la tierra. Tenían escuela, iglesia, cementerio, y frente a la pobreza nadie pasaba hambre por la solidaridad y la generosidad que solo quien ha vivido entre campesinos puede documentar. El 9 de agosto de 2001, sin embargo, desplazaron a las últimas personas del pueblo.
Colombia es el segundo país con mayor número de personas desplazadas por la violencia después de Sudán. Las actuaciones desalmadas de grupos armados han sembrado el terror por todo el territorio nacional, dejando pueblos enteros abandonados, consumidos por la maleza y la tristeza. Las acciones de las guerrillas y la incursión paramilitar consumieron la esperanza de muchos, arrancándoles a sus hijos, dejando una estela de desaparecidos y llenando el curso de los ríos de desmembrados. Verdaderos pueblos fantasmas tienen apenas la vida de los ancianos resistentes que se negaron a morir en el pavimento de las ciudades.
Lo ocurrido con Tabaco, sin embargo, representa una dinámica distinta, quizá más perversa. La expansión de una empresa minera descubrió que la tierra de los habitantes de Tabaco daba mucho más que lo que ellos sembraban en sus cultivos. Entonces iniciaron la estrategia. Compraron predios cercanos y los cercaron, poco a poco cerrando los caminos que tradicionalmente usaban los habitantes del pueblo. Cerraron vías y empezaron a usar personal de seguridad privada. Ofrecieron dinero por sus casitas de bahareque, y algunos campesinos vendieron sin saber que vendían una mina. Tres pesos que no les sirvieron para subsistir en ningún lado. De hecho, hubo habitantes de Tabaco a los que les compraron la hectárea por 10 mil pesos.
El Gobierno Municipal, al parecer, haciéndole el juego a los intereses de la transnacional, desmanteló el puesto de salud, sacó a los maestros de Tabaco y cerró la oficina de Telecom. Los muertos no tardaron en aparecer. Y finalmente, el mismo Estado expropió a los que quedaban en el pueblo, considerándolos invasores de un terreno de utilidad pública. Con colaboración del Ejército sacaron a la gente de sus casas y las destruyeron. Y la iglesia, construida por la comunidad, fue vendida por el párroco. No hubo casa de Dios y quizá por eso no se escucharon sus plegarias.
En su tierra ahora hay un socavón que con la explotación carbonífera enriquece los bolsillos de algunos. A eso le llaman desarrollo en este país. Rogelio Ustate Arregocés, un poeta sin tierra, narra de la mejor manera lo vivido: “De mi mente desaparecer quisiera / las lágrimas por doquier goteando / de aquella infeliz mañana sin tarde / del triste y fatídico nuevo de agosto / del año 2011 a eso / de las 10.30 a, cuando murió solitario el grito / al ver el último rostro de su lucha / sobre la sonriente cuchilla / de un monstruoso buldócer / sin piedad envistiendo / a las entrañas de una humilde vivienda de pobre”. Así se borra en Colombia a un pueblo del mapa. Nadie se entera, a nadie le duele, a nadie le importa. Solo a aquellos que son devastados, que tampoco le importan a nadie.
Por Javier Ortiz Cassiani
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