Cuando se aprobó la Ley 100, solamente tenían acceso a servicios de salud los que tenían con qué pagar o los afiliados a la seguridad social. En 1993 la cobertura del seguro de salud de los pobres era 4 por ciento. Hoy es un poco menos que 90 por ciento. Si el sistema de salud se hubiera reestructurado entonces con base en una reforma como la que ahora se propone y no con la Ley 100, posiblemente no hubiera sido tan exitoso porque le hace falta el estímulo a la oferta que emana de la aspiración al lucro. Pero ahí también se origina la codicia y buena parte de la corrupción que lamentablemente dieron lugar a que el sistema haya degenerado y se haya corrompido irremediablemente, pese a sus logros formidables. Con enfermos tirados en los corredores o en la calle, desatendidos por funcionarios desalmados, administradores rapaces y médicos robotizados, explotados y empobrecidos, no hay duda de que necesita reformase.
Le echan la culpa de la crisis a varios factores, pero no al principal: que una buena parte del sistema de salud está en manos de aprovechados o de malhechores porque no funciona el sistema de control, y que eso lo han facilitado o promovido los políticos clientelistas. El error crítico de diseño de la Ley 100 fue el mecanismo de control. La Superintendencia quedó adscrita a Salud, un ministerio que ha sido fácil presa de los políticos, y no quedó en Hacienda, como queríamos, al margen de la politiquería.
Esta reforma no puede entregarles el sistema de salud a los mismos políticos que han facilitado su envilecimiento. No tiene sentido estatizar un sistema, por mal que esté funcionando, si el Estado no opera y mucho menos si al sistema lo tienen capturado agentes como los políticos clientelistas colombianos (o los socialistas del corte de Petro) que no pueden administrarlo satisfactoriamente porque creen que es de ellos (“Lo público es lo privado de los políticos”, decía un grafiti universitario).
Acabar con todas las EPS, sin separar las manzanas buenas de las malas, dejar a las cajas de compensación parcialmente sin oficio en salud, y centralizar la administración de los aportes de salud en el Gobierno, después del mal manejo que el gobierno le ha dado al Fosyga, parecen ser los elementos potencialmente más dañinos del proyecto del Gobierno.
Permitirles a los municipios o departamentos prestar el servicio no es mala idea cuando al sector privado lo mueve exclusivamente un afán insaciable de ganancia que conlleva mal servicio, o cuando la prestación privada no es recomendable por las condiciones demográficas o geográficas del departamento o del municipio.
MI Plan (el del Gobierno) no va a ser mejor que el POS si dejan que el Congreso imponga SU Plan (el de los clientelistas) por conducto de una ley estatutaria de su propio cuño, con mensaje de urgencia. “Lo que necesitamos es salud sin Barreras”, dice un gracioso colega.
Por Rudolf Hommes