Cuando uno entra en la base de datos de Medicina Legal siente un frío que lo recorre de arriba abajo cuando encuentra las cifras de los desaparecidos. Cada día están desapareciendo 35 personas, más de una por hora. Según esos datos, cada año están desapareciendo 13.000 personas.
Detrás de cada uno de esos desaparecidos uno puede sentir el sufrimiento moral de sus parientes y amigos, condenados a los grilletes de la incertidumbre y de las esperas vacías: ¿Dónde estará? ¿En qué condiciones? ¿ Estará enfermo? ¿O torturado? ¿Cómo ayudarlo? ¿Regresará hoy, esta semana, este mes, este año? ¿Estará muerto? Son preguntas que se multiplican en las noches de insomnio, que interrumpen con paréntesis de sobresalto y dolor el trabajo del día; que tienen la fuerza suficiente para mantener la vida encerrada en un doloroso suspenso.
En el primer mes de este año las autoridades registraban una lista de 690 desaparecidos. Hay, desde luego, cifras que uno lee con alivio en la misma base de datos: el 10% de los desaparecidos ha regresado; pero el alivio es transitorio porque los relatos de esos regresos mezclan la alegría del abrazo con la tristeza, ansiedad y amargura que les queda como marca y que no alcanzan a borrar las ayudas sicológicas que reciben en algunos casos.
El horror regresa con la otra cifra: este año fueron encontrados los cadáveres de ocho desaparecidos. El hallazgo de esos cuerpos le puso fin a la tortura de la espera y de la incertidumbre, pero comenzó el tormento moral de quienes quieren saber por qué lo desaparecieron y le dieron muerte, y si habrá justicia o impunidad y, por tanto unos desaparecedores y asesinos, sueltos y con las manos libres para seguir desapareciendo y asesinando.
Algunas de estas historias de desaparecidos tienen un final relativamente tranquilo cuando el desaparecido aparece con la dura experiencia de haber sido drogado y robado; el final es de picaresca cuando la desaparición ha sido voluntaria: alguien enajenado por un amorío, abrumado por una deuda, o en plan de fuga por alguna turbia razón; pero entre todos los episodios de desaparición, las estadísticas provocan la indignación de las víctimas, desde luego, pero además la de toda la sociedad. ONG especializadas dan cuenta de las desapariciones en la forma de 951 falsos positivos registrados en los últimos 29 años. Las víctimas de este modo de desaparición han sido 1.741.
Aparte de las desapariciones que provocó la delincuencia común y de las folclóricas desapariciones voluntarias, la mayoría resultaron de acciones de agentes del Estado, que logran hacer ver como enemigos peligrosos a instituciones que los propios ciudadanos habían mirado como parte de un Estado que los debía proteger y que ellos sostienen política y económicamente.
Este daño hecho a la confianza pública, es otro mal que se agrega , sobre todo si se piensa que los estados y sus instituciones operan sobre la base de la confianza colectiva. La confianza es como el cemento en las construcciones: mantiene unidas las partes en un conjunto sólido y firme. Sin esa cohesión no hay estado, ni sociedad, sino elementos dispersos y caóticos que se rechazan o desconfían entre sí. Por eso las desapariciones hechas por delincuentes o guerrilleros son graves, pero no generan el daño extremo que logran los agentes del Estado que actúan como desaparecedores en los falsos positivos.
Estas razones explican el repudio expresado en los últimos días a los desaparecedores de los desaparecidos. Este aparente juego verbal alude a ese nuevo espécimen de abogados, columnistas o políticos que por pasión política, o por interés económico o institucional, o por ambición profesional, o por todas estas razones, pretenden desaparecer a los desaparecidos. A la infamia del delito, suman su voluntad de perpetuarlo con los estímulos de la impunidad.
Por Javier Darío Restrepo