Colombia

Darién: 168 horas de un “infierno selvático”

Lejos de ser aventurera, la historia de José es digna de un libro con profundas y dolorosas memorias que obtuvo de su caótica travesía. Reportaje de EL HERALDO.

—-¿Cómo lograste seguir?

—No me detuve, no me dio el valor de hacerlo. Seguí mi camino.  

Dos niños abandonados en una carpa, uno junto al otro, no había nada más alrededor. Sus rostros estaban cubiertos, pero sus pequeños pies se lograban ver en medio de un ‘río’ de migrantes. Ambos habían muerto. No lograron cruzar la terrorífica selva del Darién. Tal vez por eso también reciba el nombre de “infierno selvático”.

Esa es una de las imágenes que probablemente José* no podrá borrar de su mente, a pesar de que trató dejarla en blanco mientras caminaba hora tras hora el tramo entre Colombia y Panamá, el mismo que alberga las historias de miles de migrantes que salen a diario en búsqueda de otro futuro, sin saber si este será mejor.

José tiene dos hijos, uno de ocho y otro de seis; es venezolano. Su mente se nubló, pero siempre pensó en ellos cuando se encontró con la fría y desconsoladora escena. No se detuvo a ver qué había pasado, solo bastó con ver los pies de tez oscura. “Al parecer eran haitianos”, especula, sin tener ninguna certeza y sin querer recordar con detalle.

En sus 26 años de vida, a José nunca se le ocurrió caminar 266 kilómetros y atravesar seis países. Todo para poder ofrecerle a sus hijos mejores oportunidades. Los sacrificios al final valieron. O eso es lo que él dice.

Tomar la decisión no fue difícil. Se armó de valor y empacó sus maletas, algo de comida y mucha agua. Salió el lunes 22 de agosto en horas de la noche. Trató de no pensar en nada, más allá de llegar a su destino, de cumplirle a sus hijos y a su esposa. No había retorno y solo quería completar su camino hasta Estados Unidos. Lo hizo acompañado de tres compañeros más, de su misma nacionalidad. Todos vivían en Barranquilla.

“Me tomó todo por sorpresa, me avisaron un sábado, o más bien me invitaron. Hablé con mi esposa, teníamos una plática por ahí guardada y vendí unas cositas y el lunes 22 de agosto por la noche salimos”, cuenta.

Su viaje, lejos de ser turístico, comenzó desde Barranquilla hacia Montería. Desde la capital de Córdoba, llegó hasta uno de los destinos preferidos en Colombia: Necoclí y Capurganá. Muchos turistas buscan llegar a estas zonas del país para disfrutar de un paisaje adornado de biodiversidad y un mar azul turquesa intenso; para José solo fue la primera parada de una travesía caótica.

Un río de migrantes, pero también de muertos

La comida se había acabado. Quedaba un pedazo de panela. Nada más. José intentó, como pudo, mantenerse hidratado, con energía y sobre todo, con estabilidad mental, uno de los retos más difíciles. Llevaba un día y medio caminando, sin dormir ni tampoco comer.

Tomaba sorbos de agua, intentando salvar la poca que le quedaba para continuar su camino. Se acabó y no le quedó más remedio que hidratarse con el agua del río, el mismo que lleva cientos de cadáveres flotando a diario.

“Tomábamos agua del río, nos encontramos muertos cerca de la orilla, igual teníamos que hidratarnos más adelante”, dice mientras reconstruye en su mente cada paso que daba en esta selva.

 

José veía cómo a medida que se adentraba más en la selva, eran menos las personas que se tropezaban en su camino. Muchos no lo lograban, morían deshidratados, por alguna infección o porque este ‘infierno’ sencillamente se los ‘tragaba’.

El Darién no diferencia edades, género ni condiciones sociales. Todo el que decide cruzarlo vive su propio infierno.

EFE

—-¿Qué fue lo peor de cruzar el Darién?

—La selva no me pareció tan dura, de pronto será por mi condición física. Pero llegué a ver de todo. Veía niños de todas las edades, incluso uno de un mes y medio de nacido.

Era un bebé de brazos, su llanto retumbó en los oídos de las más de mil personas que caminaban a la orilla del río.

Sus lágrimas se unieron al clamor de dos pequeñas hermanas, una de ocho y la otra de diez años. Pedían descansar, sus pies estaban adoloridos tras caminar descalzas por gigantes rocas.

“Nos encontramos con un haitiano, él venía trayendo a dos niñas que iban descalzas caminando por toda la orilla del río, caminando sobre las piedras. Ellas solo lloraban y el señor las regañaba, les decía: ale, ale (vamos, vamos)”, recuerda.

En los ojos de estas pequeñas, José veía a sus hijos, quizá por eso decidió enfrentar la selva solo, con la esperanza de volverlos a ver. Pero esa no sería la situación de las niñas que, entre lágrimas, no alcanzaban a comprender qué estaba ocurriendo, ni para dónde iban.

Sus padres se habían quedado atrás. La selva los obligó a decidir el destino de sus pequeñas. Ellos quisieron salvarlas y las entregaron al señor de origen haitiano, quien como pudo las cargó y las llevó hasta un punto de la ONU en Panamá.

“Tenemos que salir de aquí”

Instinto de supervivencia. Pareciera que fuera un reality, un programa, un concurso, pero el Darién es todo menos un show para entretener u obtener un premio. Fueron siete noches que José tuvo que dormir a la intemperie, al calor de una fogata que intentaba mantener su temperatura corporal que se había perdido tras haberse mojado durante todo un día.

Pero una de esas noches está marcada en su memoria.

—¿Qué pasó en ese momento?

—Nos perdimos varias horas caminando por la selva. Yo iba llorando y asustado, le decía a mi otro compañero: vamos, camina, tenemos que salir de aquí, tenemos que salir de aquí.

No había otro pensamiento que José tuviera en su mente, más allá que debía  encontrar nuevamente el camino y no tener que acampar en lo más oscuro de esta selva.

Caminó por más de tres horas a la orilla del río, el sol se había ocultado y el trayecto tuvo que seguirlo a oscuras. El río había crecido sin avisar, tanto así que la corriente del agua comenzó a arrastrarlo a él y al grupo con el que iba. Tuvo que alejarse.

“Subimos una montañita para tratar de cortar el río y ahí fue donde nos perdimos porque ya no se escuchaba el río, subimos demasiado, no sé qué pasaría, pero nos perdimos”, comenta José.

La angustia comenzó a apoderarse de él, no lograba mantener la calma y los nervios se tradujeron en llanto y desespero. “Yo iba llorando y solo pensaba en que tenía que salir ahí rápido. No podíamos quedarnos ahí, pero pudimos encontrar el río”, relata.

EFE
Darién es solo el inicio

Un mes, cuatro semanas, 30 días, 720 horas, esos son los cálculos que hace José en su cabeza. Lo logró. Una travesía caótica, angustiante, desgarradora, de eso se trata el Darién, pero no solo es la selva, es el largo trayecto que tuvo que enfrentar para llegar a Estados Unidos, para trabajar sin descanso y cumplir la promesa de sus hijos: un mejor futuro.

Después de ver las peores escenas de su vida, esas mismas que solo se viralizaron en videos compartidos en redes sociales o en un informe de la ONU, José llegó a un refugio de la Acnur en Panamá. Cruzó por la frontera de Costa Rica y de allí llegó a Nicaragua.

Con la maleta en el hombro, sin dormir en una cama o sin haber podido disfrutar un plato de comida caliente, José siguió recorriendo kilómetros para acercarse más al “sueño americano”.

En bus logró trasladarse de Nicaragua hasta Honduras y de allí pisar Guatemala, una de sus peores experiencias, según recuerda.

“La Policía nos quitó mucha plata porque como nosotros íbamos de manera ilegal, entonces se aprovechan. En una carretera de 10 kilómetros había tres retenes y por cada retén, uno tenía que ir pagando dinero. Nos pedían papeles, pero cuando uno presentaba la cédula, nos decían que era papel moneda, eran 10 dólares que nos quitaban”, dice.

"Valió la pena"

Escabullirse y evitar ser deportado no es fácil, más aún cuando muchas veces esto se pone por encima de la vida misma.

José estaba cerca de llegar a su destino, pero enfrentó uno de los momentos que lo hizo temer de no poder lograrlo.

“Seguimos hasta la frontera de Guatemala con México, pero apenas llegué allí nos cogió la Guardia Nacional, nos metieron en un retén para migrantes, prácticamente estábamos presos”, relata.

José recuerda que la Guardia Nacional le entregó un papel que decía “autodeportación”, debía regresar por la misma frontera por la que entró. Para él esa no era una opción. Siguió y se topó con Monterrey, pero aún faltaba cruzar la frontera a Estados Unidos, esa misma a la que muchos le temen, y en la que muchos se han quedado.

Piedras Negras. Esa era la última ciudad que José debía atravesar. Enfrentó el llamado Río Bravo o Río Grande, una corriente que arrasa cualquier cosa que se atraviese. Las tormentas y el viento dificultan el paso.

—El Río Bravo…¿cómo fue eso?

—Pasé con el agua que me llegaba a la cintura, estaba resbaloso, había muchas piedras.

Fueron diez minutos, pero José sintió que tal vez había pasado una eternidad. Era el último paso, el último peldaño antes de llegar a Estados Unidos. Hoy mira para atrás y dice: “valió la pena”.

Cifras históricas

De acuerdo con la agencia EFE, la peligrosa selva del Darién fue cruzada en octubre pasado por 59.773 migrantes, una cifra mensual sin precedentes, según datos del Servicio Nacional de Migración (SNM) panameño.

Entre enero y octubre llegaron a Panamá en total 211.355 viajeros irregulares, de los cuales el 70,1 % o 148.285 eran venezolanos, la nacionalidad que impulsó este año la ola migratoria hacia Estados Unidos. Además, 32.488 eran menores de edad.

Las autoridades panameñas han asegurado que el flujo de venezolanos se redujo "drásticamente" luego de que el pasado 12 de octubre el Gobierno estadounidense anunció que todo nacional de Venezuela que entre a EE.UU. habiendo cruzado de manera irregular la frontera de México y de Panamá será expulsado a territorio mexicano.

Además, los expulsados serán excluidos del programa mediante el cual Estados Unidos dará estatus legal por dos años a 24.000 venezolanos que lleguen en avión y con patrocinadores.

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