El Heraldo
Con un trapo, Gabriela Martínez limpia el polvo depositado sobre su ataúd, el que guarda sobre el escaparate.
Cesar

Esperando la muerte con los ataúdes en casas

La particular tradición tiene lugar en Atánquez, Sierra Nevada, donde los mayores se preparan para cuando les toque partir de este mundo. Los féretros cuelgan de vigas en los techos o encima de los escaparates.

Juan Cáceres tiene 100 años de vida y dice que ya siente la muerte cerca. Por eso, desde hace seis meses puso en su habitación, justo al lado de la cama, un ataúd montado sobre dos taburetes. La caja está forrada con papel periódico sujetado con cuerdas para que el polvo y la humedad no lo dañen.

La escena ocurre en Atánquez, corregimiento de Valledupar de calles empinadas, empedradas y de hermosos paisajes, con unos 6.000 habitantes. Es el territorio del pueblo indígena kankuamo, a 1.780 metros sobre el nivel del mar, incrustado en la Sierra Nevada de Santa Marta. Y es que eso de tener el ataúd en casa no es producto del ingenio de este campesino raizal. Es toda una tradición que mantienen ‘los mayores’ en el pueblo.

Cerca de la vivienda de Juan, a unas dos cuadras, vive Gabriela Martínez, de 73 años. Ella también guarda su caja fúnebre encima de un escaparate, en el cuarto donde pasa las noches.

“Lo más seguro que uno tiene es la muerte”, afirma la mujer sin titubeos y revela, recostada en la puerta de cuarto, que su mamá Ana Elena Cáceres guardó por más de siete años el cajón en el que la sepultarían. En ese tiempo murieron primero 16 de sus familiares y amigos. Para el primer sepelio prestó el cajón con el compromiso de que se lo repusieran… así fue muriendo el resto y en cada ocasión cedía el ataúd, hasta que le tocó el turno a ella cuando murió a los 105 años.

Carmen Rodríguez, también es atanquera, tiene 88 años, y en las vigas del techo de su pequeña vivienda, con ladrillos de barro y puertas con láminas de zinc, tiene alzado y muy bien cuidado el ataúd que le dejó hace cuatro años su madre para su hijo mayor, Feliciano Rodríguez, hoy con 90 años de edad.

Desde ese tiempo, al igual que sucedió con el cajón de Ana Cáceres, el de los Rodríguez ha sido prestando y los familiares del fallecido lo devuelven, cada vez más valorizado. “Al último que se lo prestamos fue a Francisco Alvarado para sepultar a su hermano Turbay”, cuenta la anciana.

En hombros de muchos 

Juan Cáceres, quien por los quebrantos de salud estuvo al borde de la muerte, reflexiona: “A veces no hay plata para las cosas y entonces uno se muere y tienen que estar los hijos corriendo con el sepelio”.

“El cajón que tengo me lo trajeron de Valledupar y fue hecho a mi medida”, explica sentado en el borde de su cama mientras observa el que será su lecho final.

Aura Montero, tejedora de mochilas kankuamas, dice que es costumbre que la gente compre el cajón antes de morirse. “Es una tradición que dejaron los mayores, y si pasa el tiempo y el dueño no fallece lo va prestando y le devuelven uno mejor”, comenta no sin antes revelar que “estoy pendiente de comprar el mío y de mandar a hacer mi bóveda porque no quiero que me entierren en el suelo”.

En Atánquez no hay funeraria, pero si un cementerio grande. Aquí cuando alguien muere llevan el cajón sobre los hombros y mucha gente se une al entierro, hasta dejar al difunto en su última morada. 

“Hay bastante colaboración, tanto que si en caso de que haya un muerto y los familiares no tengan el cajón, lo buscan prestado con sus vecinos que dan plazos para que se lo devuelvan”, detalla José Maestre, otro lugareño.

Cementerio de Atánquez, el pueblo donde los viejos se preparan para la muerte.

El que más le guste  

Como si se tratara de un vestido para ir a una fiesta, los ataúdes son escogidos por los atanqueros a su gusto. Algunos indican el color, la madera y el tamaño, y hasta compran la ropa con la que prefieren irse de este mundo.

Célfida Fuentes cuenta  que conoció a muchas personas mayores que escogían el color del ataúd que se iban a llevar. “También decían: ‘Yo me voy a ir de falda o traje largo’. Esta es una tradición que todavía se refleja en uno”.

Es tan arraigada esa tradición que en Atánquez cuando la persona cumple 60 años empieza a prepararse para la muerte. “Uno –dice Célfida– comienza a hablar con los hijos, les dice me gusta este color, me ponen este vestido, no me vayan a enterrar en el suelo, tampoco me lleven para otro lado, me sepultan bajo la sombra de un árbol, y cosas así; esto lo dejaron nuestros ancestros y es algo que llevamos en la sangre”.

Aura Montero, con realismo, dice que los padres compra su cajón para que sus hijos “no estén fiando, ni corriendo con el difunto”.

Recuerda que antes de ir a cualquier funeraria de Valledupar había carpinteros que cortaban árboles de caracolí o algarrobillo para sacar las cuatro tablas y fabricaban el cajón sin más color que el natural de la madera.

“Uno tiene que estar preparado para la muerte, esto es una realidad”, puntualiza la mujer.

En las vigas del techo, Carmen Rodríguez muestra su cajón, el que tiene muy bien cuidado.

Nada de miedo

Con la misma naturalidad del clima fresco de Atánquez, los viejos hablan de la muerte. Para las familias no existe la menor pizca de miedo por tener un ataúd en sus casas. “Todos vamos para allá, nacimos sin nada y nada nos llevamos”, insiste Gabriela Martínez. 

“Es la caja de madera donde tarde o temprano vamos a estar. Entonces es mejor tenerla asegurada”, afirma.

Aunque se los viejos mantiene la tradición, las nuevas generaciones de atanqueros prefieren acudir a planes funerarios en la ciudad. “Hace 30 años, casi todas las casas tenían su ataúd en el pueblo, ahora solo se ve en los mayores. En mi familia tuvo su cajón una tía y mi abuela”, revela José Maestre.

Recuerda que cuando era niño veía los cajones en las casas, pero como era algo natural no sentía miedo. “¡Aquí esperar la muerte es algo natural para los más viejos!”, clama.

Juan Cáceres, a sus 100 años, ya tiene lista en su cuarto la caja fúnebre en la que su familia debe sepultarlo.
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