Según la psicología, ser apasionados es comportarnos de una manera más emocional que racional. De allí viene el refrán popular que alguna vez hemos escuchado “lleno de pasión, vacío de razón”. Cuando se quiere hacer de lo político un objeto de las pasiones, generalmente se llega a instancias no racionales, es decir, inadecuadas, y por lo mismo, no-éticas del ser, y se convierte en perturbación, en exagerado deseo, en afición vehemente o apego intenso que domina sobre la voluntad y la razón.
El espacio político es donde pasiones y argumentos se encuentran entre sí, por ello se requiere, que al menos, las pasiones puedan ser llevadas al plano de la argumentación que, por muy agresiva que sea, cumple la función de reemplazar la violencia y de llegar a vencer dentro de la sana lógica de la discrepancia.
La política, como en el deporte debe prepararse y ganarse con argumentos en el campo de juego y no con bravo pasionismo desde las tribunas o más allá de las canchas. Porque no es lo que uno apasionadamente se crea sino lo que razonablemente se argumenta con ideas.
El apasionamiento político, generalmente, hace que nos desviemos de nuestra sana convicción y nos alejemos de lo más esencial y razonable de nuestras vidas, para acercarnos a una vanidad tranzada por mezquinos intereses y por promesas dadas a una comunidad que se entusiasma para salir a votar, pero que regresa, nuevamente, a la rutina del olvido.
Por eso, es sumamente importante desapasionar la política y orientarla hacia la razón de ser, de sentir por la vida, por el trabajo, por la familia, por la dignidad; de dialogar con argumentos para deponer los ánimos violentos, para acabar con prácticas corruptas, para eliminar el tráfico de influencias, para que las oportunidades sean más equitativas y contemplemos una comunidad bien servida y atendida con amor desde nuestros cargos públicos y no solo desde nuestros actos de aspiración política y de apoyo electoral.
Roque Filomena
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