El Heraldo
La juez de paz Nidia Donado atiende en su despacho a Alfonso y Carmen, cuyos nombres fueron cambiados para proteger su identidad. Josefina Villarreal
Barranquilla

Pequeñas causas | “Yo solo le pido que me pague el resto del año de arriendo”

Una mujer le arrendó su casa por un año a un hombre que, dos meses después de vivir en el lugar, decidió abandonarlo por haber encontrado “una mejor oferta”.

Al despacho habían llegado varias cartas haciendo referencia al suceso: la cancelación unilateral del arriendo de una casa en el barrio Boston. El remitente, residente en los últimos dos meses de la vivienda, desconfiaba de la autoridad de los jueces de paz, por lo que les pedía desentenderse del caso y dejar que la casa de justicia del barrio Simón Bolívar se encargara de la situación.

Según denunció el emisor, un hombre alto y grueso de 40 años, la citación le había llegado apenas la noche anterior a la conciliación, lo cual tildó de irrespetuoso y de poco serio por parte del despacho. En su defensa, la oficina de jueces de paz demostró mediante los certificados del correo oficial que, efectivamente, la carta de notificación había sido enviada a tiempo.

“Les pido el favor de que no me citen más, esa no es una instancia seria”, decía la carta de Alfonso, el arrendatario, enviada como respuesta a la cita a una conciliación con la dueña de la propiedad. 

Carmen, propietaria del inmueble, había citado a Alfonso para ponerle fin al conflicto. Desde el pasado mes de abril el hombre firmó un contrato de arrendamiento por un año. Dos meses después, sin consultarle ni notificarle a la dueña, desocupó el inmueble y le compró la casa a su suegra, en el barrio Chiquinquirá. 

Además, en varias llamadas telefónicas en las que la juez de paz lo contactó para que asistiera a la conciliación, Alfonso habría levantado la voz mientras desconocía las labores de los jueces, quienes, como integrantes de la rama judicial, tienen la potestad de fallar a favor de las partes y aplicar los compromisos acordados en las actas que ellos mismos ofician.

“La verdad es que encontré un mejor inmueble con un mejor precio y me mudé... yo sabía que violaba el contrato”.

Fue por eso que Carmen, desesperada, acudió a la justicia de paz y reconsideración para solucionar el problema, antes de que terminara de convertirse en un dolor de cabeza. Los jueces de paz, cuyo objetivo es descongestionar la justicia ordinaria, la recibieron en su despacho, ubicado en la carrera 44 con calle 70, y finalmente llamaron a Alfonso, quien se rehusaría a acudir hasta que decidió asistir para “ponerle fin a todo el asunto”.

Con el mes de julio ya pago, Alfonso le debía a Carmen nueve meses de contrato, según las pruebas que la mujer presentó ante la juez de paz Nidia Donado. Cada mes, según lo estipula el documento, corresponde a un millón de pesos, por lo que la deuda asciende a $9 millones. Como si fuera poco, el hombre intentó subarrendar la propiedad, para no “quedarle mal” a su propietaria, quien aferrada a la ley y a lo pactado, exigía el pago completo del compromiso contraído.

En una cláusula firmada por ambos en el documento, Alfonso se comprometió a que para abandonar la vivienda debía notificar a Carmen, para luego, tres meses después, poder mudarse de la propiedad. El arrendatario no hizo ni lo uno ni lo otro y un día, cuando adquirió la otra vivienda, trasladó los muebles y se llevó las llaves. Luego de solo 60 días de permanencia, el hombre se fue de la casa, dejando en vilo el contrato adquirido por él mismo. 

Cuando las partes llegaron al despacho, una oficina en un segundo piso de una zona comercial, la juez Nidia Donado, acompañada de su colega María Ramos, los esperaban en la sala de conciliación.

—Buenas tardes —saludó la juez Nidia Donado, presidente de la Corporación de Jueces de Paz en Barranquilla—.

—Buena tarde, doctora 

—contestó Carmen, agarrando con firmeza los papeles que tenía en la mano—. Alfonso, a su lado, permaneció en silencio. No hizo comentario alguno.

En la habitación corría la brisa que llegaba desde la ventana, por lo que las cartas y documentos previamente enviados por Alfonso cayeron sobre el suelo, interrumpiendo por unos segundos la incipiente audiencia de conciliación. La juez de paz, retomando el hilo del compromiso, le cedió la palabra a Carmen, quien fue la que citó al hombre al despacho.

“El tema es bastante sencillo. Yo le arrendé mi casa y lo único que pido es que él me pague el contrato por el año”.

—Tiene usted la palabra, Carmen —le dijo la juez— Y agregó: Ya ustedes saben a qué vinieron acá.

—El tema es bastante sencillo —intervino la mujer rubia de unos 40 años— Yo le arrendé mi casa a este señor y él se fue. Yo lo único que pido es que él me cumpla el contrato que firmamos. Así de simple. Yo estoy pagando una abogada y necesito el dinero para pagarle a ella sus honorarios.

Carmen, calmada, guardó silencio tras su intervención, luego de haber dejado claro sus intenciones y pretensiones. Alfonso, mientras tanto, lucía incómodo en el asiento, pero tuvo que participar por primera vez cuando la juez le dio la palabra.

—Bueno, doctora, la verdad es que para no darles más vueltas a la situación... —dijo el hombre— yo le entregaría sus llaves a la señora y le pago un mes de arriendo.

—Pero es que usted firmó un contrato por un año, señor Alfonso... —le respondió la juez— 

Usted lo firmó con su esposa, que fue la codeudora —aseguró la juez— Acá incluso aceptaron la cláusula de que usted debía avisarle a la señora Carmen tres meses antes de abandonar la vivienda, si es que usted decidía hacerlo.

—Sí... pero...

—Y usted en las cartas que envió declara que usted, unilateralmente, termina el contrato de arrendamiento. Explíqueme... cómo va a reaccionar Carmen ante eso —lo interrumpió la juez Donado—.

El hombre se quedó callado, ajustó su gorra roja y se cruzó de brazos. Carmen, a su lado, asintió lentamente, dando a entender que estaba de acuerdo con las declaraciones de la juez de paz. A fin de cuentas, la petición de la querellante era que Alfonso le pagara el contrato en su plenitud hasta abril del otro año, nueve meses antes de que se completara lo pactado.

—A mi me late —dijo la juez— que usted sabe lo que está haciendo y las consecuencias que todo esto acarrea—. La mujer recogió los papeles sobre su despacho y miró fijamente a los ojos a Alfonso: “¿Lo sabe, cierto?

—La verdad es que encontré un mejor inmueble, con un mejor precio, y me mudé... yo sabía que estaba violando el contrato al intentar subarrendar esta propiedad... —dijo Alfonso—.

—O sea que efectivamente usted sabía...

—Sí, quería cumplirle... por eso lo intente subarrendarlo, para intentar no quedarle mal a ella. 

La juez de paz se quedó perpleja, reacción que compartió Carmen casi que de inmediato. Alfonso acababa de reconocer que había obrado mal e incumplido el contrato. La cosa se puso color de hormiga en el despacho. De repente hubo otra vez silencio, mientras cada uno de los protagonistas ajustaba sus ideas y la mediadora planeaba su siguiente paso.

—Yo solicito que me pague lo que está estipulado en el contrato, o sea los nueve meses que faltan —dijo Carmen con voz firme—. 

—Eso son $9.000.000, señora Carmen —irrumpió la juez— recuerde que en estas conciliaciones cada uno debe dar de su parte... eso es bastante dinero.

—Siendo así pues yo necesito hablar con mi abogada, a ver qué me dice —le contestó—. “Con permiso”, le dijo a la juez mientras abandonaba la sala.

Alfonso se quedó pensativo, ante la mirada curiosa de la juez, quien le preguntó si estaba de acuerdo con esas condiciones.

—Yo también debo conversarlo con alguien. Tengo que hablarlo con mi esposa, les voy a pedir unos minutos —dijo el hombre, levantándose de su asiento y saliendo al pasillo.

La juez permaneció en silencio. Carmen, por su parte, cerró su carpeta y guardó los papeles. La cosa parecía ir por buen camino. Las mujeres esperaron unos minutos hasta que Alfonso, cuyos pasos retumbaron por toda la estancia, ingresó nuevamente a la sala.

—Como ya tengo un mes pago... —dijo— le voy a pagar dos meses más y quedamos a salvo. 

—Me parece justo —intervino la juez—.

—De acuerdo, no tengo problema. Firmemos pues —agregó Carmen, poniéndose de pie para plasmar su firma en el acta de conciliación—. El problema había sido conciliado.

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