El Heraldo
Carlos perdió varios empleos informales a raíz de la pandemia y no pudo seguir pagando el arriendo donde vivía con su esposa e hijos. Hansel Vásquez
Barranquilla

“Le digo a mis hijos que son vacaciones”

La pandemia empujó a Carlos y a su familia a vivir en la calle. Desde que comenzó la crisis, los habitantes de calle han aumentado.

Bocanadas de humo nublaban su rostro y ella, recostada a una de las paredes contiguas a la Plaza de la Aduana, casi en posición fetal, se envolvía en un ‘viaje’ propiciado por los efectos del bazuco, un veneno que huele a plástico quemado, a pudrición y a químicos mezclados con arena y ladrillos, y que, de a poco, le había empezado a destruir la vida.

Ese día, como si su existencia ya no estuviera volviéndose tremendamente compleja, una joven Jimena descubrió algunas ‘reglas de la calle’ que solo se aprenden a la fuerza, una horrenda realidad a la  que ella, por el hecho de ser mujer –y porque su piel, que en ese momento, aunque ultrajada, aún lucía decente y sin tantas huellas de estar demacrada– estaba mucho más expuesta. Era una presa que tuvo rápidamente ojos encima y monstruos  que querían extender sus tentáculos sobre ella.

Jimena empezó a probar sustancias psicoactivas y a consumir alcohol poco después de su quinceañero, una fecha que dice recordar con agrado, aunque luego de esos días coloridos y amenos su relató empieza a tener capítulos oscuros. Comenzó a robar artículos de su propia casa, alejarse de sus amigos más cercanos, ofrecer sexo oral por droga, hundirse en un mundo lleno de rumba y ser incapaz de alejarse de una ruta guiada por los efectos de la cocaína.

No recuerda mes o año exacto, pero revela que una noche no durmió a las afuera de un local con vigilancia o debajo de una lámpara, una decisión que la dejó indefensa cuando otro habitante de calle, con más fuerza que ella, la ultrajó en el piso y, luego de golpearla y amenazarla con diferentes objetos, rompió su ropa y  la violó.

“Lo más duro de vivir en la calle son los abusos sexuales. Si no duermo en un sitio con luz me violan. Eso es lo primero que uno aprende.  Eso es lo más feo para uno por encima de un virus como el que hay ahora”, contó.

Jimena no habla del coronavirus, de tapabocas, de protocolos de bioseguridad, de medidas sanitarias o de algún miedo a que sus pulmones empiecen a fallar pues, a su juicio, la cruda realidad de su vida supera al enemigo que tiene en jaque al mundo en la actualidad.

Andreina Alvarado, una mujer que asegura tener 27 años, comparte la misma opinión y, aunque tiene un barbijo blanco, reconoce que no le gusta usarlo porque le genera dificultad para respirar.

Hace un mes, luego de un año y medio de haber gozado de la protección y comodidad de estar en su casa, según cuenta, volvió a la calle. La primera vez que la dejó fue a los 16 años, pero siempre ha tenido contacto con sus familiares que residen en el barrio Olaya. La joven tiene marcas de heridas viejas y recientes en sus brazos. Tiene signos de haber sido golpeada. Tiene hendiduras en sus pómulos y el ojo izquierdo inflamado. Tiene evidentes síntomas de pasarla mal luego de años de estar echada a su suerte.

“Yo soy farmacodependiente y tengo trastorno bipolar. Tengo cada tanto que ir al psiquiatra a buscar medicamentos como Ácido valproico. Sí sé lo del virus, pero lo bueno es que no me ha dado ni nada parecido. No me gusta mucho el tapabocas, pero me lo pongo. Uno sigue su vida normal a pesar de esta situación”, contó.

Efectos del COVID

Carlos tiene una esposa y tres hijos pequeños. Actualmente vive arrumado, con la mayoría de sus cosas en una carretilla de madera, en la entrada de una casa sin habitantes en la carrera 53 con calle 55. Ahí tiene que luchar contra la carencia de cualquier dignidad, contra los mosquitos, contra la lluvia y a veces contra el frío que le da a sus hijos en la madrugada. Habla con evidente frustración y reconoce que encadena varias noches sin dormir debido a que los miedos lo invaden cuando le cuida el sueño a su familia, por lo que intenta tener los ojos bien abiertos para evitar cualquier peligro que pueda aparecer en medio de la penumbra.

La vida de Carlos giró drásticamente en cuestión de meses. En febrero, cuando la pandemia no había golpeado a Colombia, vivía cómodamente en una casa en Rebolo, suroriente de Barranquilla, pero con las primeras semanas de crisis sus ingresos empezaron a disminuir y no pudo seguir pagando los $500.000 por el canon del inmueble, lo que ocasionó que el dueño de la vivienda los desalojara.

“Yo no sé Dios por qué permitió que nos pasara esto. Mi hija me pregunta a veces que por qué vivimos así y yo le digo que son unas vacaciones. Antes yo tenía varios oficios y me daba para el arriendo y tener bien a mi familia, pero ahora todo esto pasó y es muy complicado. Ahora estoy reciclando todo lo que me encuentro para que me den un dinero y ver si puedo conseguir una pieza más barata”, contó el padre de familia.

“Mi hijo de un año está enfermito ahora, con una gripa. Lo que menos quiero es que mis hijos se mueran aquí así. Menos mal que la gente nos ha ayudado”, agregó.

Los cuidados
Hansel Vásquez

En Barranquilla y su área metropolitana hay alrededor de 2.120 habitantes de calle, según un informe entregado por el Dane en diciembre de 2019. El boletín, que explica que el 85.5% de esta población son hombres, ha tenido  variaciones desde comienzos del año en curso debido a la pandemia del nuevo coronavirus, una crisis sanitaria que afectó directamente al comercio informal y que a la postre generó que la cifra de este grupo llegara, aproximadamente, a los 3.000, de acuerdo con la información suministrada por la Secretaría de Gestión Social del Distrito.

Los habitantes de calle, una población carente de muchos protocolos higiénicos al intercambiar entre ellos pipas caseras, cuchillos y hasta botellas de alcohol, no ha sido ajena a la pandemia y ha registrado al menos 32 casos, aunque todos de manera asintomática y en la actualidad ya están recuperados.

“Hemos hecho aproximadamente 500 pruebas rápidas a esta población para conocer cómo están. Es muy satisfactorio saber que ninguno se ha muerto por la COVID-19. Ellos también sienten miedo y en las jornadas que hemos hecho nos hemos dado cuenta que temen morir por esto, una enfermedad desconocida para ellos. Los hemos visto orando y rogando para que las pruebas salgan negativas”, aseguró Luisa Mora, coordinadora del programa distrital Habitantes de Calle.

Mora, conocida por ser la madrina de esta población, también explicó que han entregado 3.206 kits de bioseguridad, 37.320 raciones de comida y 18.000 kits de aseo, una iniciativa que estuvo apoyada por fundaciones, empresas no  gubernamentales, iglesias y deportistas.

Su realidad
Mery Granados

La vida ha seguido transcurriendo sin mayores cambios para ellos. Siguen teniendo la mirada pérdida en las esquinas, el lomo desgastado, las manos sucias, el estómago hambriento y una hoja de ruta por esta tierra que, en medio de sus miserias, solo ellos conocen. Han pasado mil problemas desde que son habitantes de calle, pero ahora a su trasegar se les metió un virus que les da un poco igual, pero que  en algunos casos los llena de miedo.

“Hace muchos años estoy en la calle y nunca me ha pasado nada malo. La gente me cuida, pero con esto de la enfermedad esa uno espera que uno no se enferme. Menos mal tenemos las defensas altas (risas)”, concluyó Cecilia, quien asegura desde el Paseo Bolívar que en estos tiempos han tenido más ayuda de la comunidad.

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