El Heraldo
Leonardo Gutiérrez, ayudante de bus hace dos años, vocifera la ruta del vehículo ante los pasajeros que esperan en Santo Tomás. Jesús Rico
Barranquilla

La odisea diaria de los ayudantes de buses

De pie, apretujados en la parte delantera, caminando entre pasajeros y hasta colgados de las puertas principales de los vehículos, arriesgan su vida por más de 17 horas al día.

Junto al caluroso reflejo del sol sobre la lata vieja y medio oxidada, Reinaldo Guerrero se aferró con su mano derecha a una vara de metal, erguida entre el piso y el techo amplio del bus. El vehículo, un Mazda del siglo pasado, marchaba a toda máquina, dejando a su paso una humarada espesa y el eco de los ronquidos de su motor añejo. Cuando el conductor redujo la velocidad y se hizo a un lado del camino, Reinaldo, un hombre moreno y grueso, se aclaró la garganta para despedir el grito característico con el que se gana la vida: “Calamar, Sabanagrande, Salamina, Santo Tomás. Siga, Siga, que hay puesto”.

Como un trapecista listo para su movimiento final, Reinaldo se apoyó con firmeza sobre su pierna derecha para despedir en el aire el resto de su cuerpo, extendiendo, en señal de bienvenida, uno de sus brazos hacia el andén. Ahí, ansiosos, una decena de personas esperaba desde hacía varios minutos el bus que los llevaría de regreso a sus hogares o hacia sus lugares de trabajo. Desde Barranquilla, en donde muchos residen o laburan, el carro viejo parte todas las mañanas hacia otros municipios del Atlántico y Bolívar, sobre la transcurrida carretera Oriental.

Eran las 8:00 de la mañana y, en medio de la humedad y el calor intenso, la tripulación del bus ya hacía su tercer recorrido. Liderados por el conductor José Guerrero, un capitán de vieja data, el equipo de cuatro hombres comandaba la operación terrestre, en la que patrullan la carretera negra entre Barranquilla y Calamar. Dos cobradores de pasajes, de los cuales uno vociferaba la ruta desde la puerta principal del vehículo, un encargado del mantenimiento y de cargar el equipaje y el chofer, recorren diario el mismo camino, saludando a las mismas personas y viendo el paisaje de siempre.

Sus labores inician a las 3:30 de la madrugada, hora en la que parten la mayoría de buses desde el mercado de la capital del Atlántico o desde los municipios cercanos. Reinaldo, como sus colegas, llevaba ya varias horas de poner a prueba sus cuerdas vocales, cuando la decena de pasajeros se subió al bus e iniciaba su segunda tarea en importancia: la recolección del dinero.

Apiñados y arrugados, como los de un borracho, los billetes de menor cuantía le fueron entregados a Reinaldo, que se movía con agilidad en el pasillo estrecho del autobus. Pasajero que se subía, tiquete que pagaba, por lo que el hombre, vestido de camisa roja y bluyín, murmuraba para sí las cuentas necesarias, asignando las cantidades respectivas a los vueltos y lo de cada pasaje. Todo esto con el vehículo en movimiento, por lo que con el pasar de los minutos el conductor, bajo la frescura de su abanico eléctrico, volvió a orillar el vehículo a la derecha del camino.

Cuando el bus va en camino, un bazar se apodera de la ruta. El festival gitano, integrado por vendedores ambulantes, magos y cantantes, recorre la carretera recta que sale de la Calle 30 en Barranquilla, rumbo a los municipios fronterizos con los departamentos de Magdalena y Bolívar. Al igual que los tripulantes de los autobuses, estos comerciantes y artistas itinerantes también buscan ganarse la vida, amparados en el popular rebusque de la costa norte de Colombia.

Una mujer que asegura ser madre de familia deleitaba con su espectáculo de magia a los pasajeros del viejo bus. La maga, versada en sus trucos, entretenía a los viajeros mientras, a pocos metros, Reinaldo seguía cobrando los pasajes. Con el bus en movimiento, la artista pidió a su público que cortara cuerdas y sacara pañuelos, todo para que una paloma blanca revoloteara sobre los asientos del vehículo. En la puerta de atrás, un hombre camisa amarillo fluorescente ofrecía manzanas capaces de combatir el cáncer, el mal de amores, las infidelidades y hasta el cólera, según presagió el valiente vendedor.

De esta forma transcurre el día, entre ires y venires, hasta que el señor José estaciona el autobus pasadas las 8:00 de la noche. Un poco más de 17 horas al día, de lunes a sábado, componen la jornada de trabajo de estos barítonos del transporte que, como Reinaldo, se ganan la vida gritando y haciendo cálculos sobre ruedas. Según el acuerdo al que lleguen con el conductor, que ronda el 10% de las ganancias de los pasajes, reciben todas las noches su salario, una cifra cercana a los 60.000 pesos si la jornada fue buena. Casi 3.500 pesos por hora de trabajo.

Reinaldo Guerrero cobra pasajes en el bus.

Trapecistas

Así como él, un centenar de ayudantes de los buses sobreviven día a día a los peligros de la ruta. Sin ningún tipo de seguro, más que el de su propio instinto de supervivencia, se movilizan sobre las carreteras del Atlántico, haciendo casi que malabares para llevarle comida y la posibilidad de estudiar a sus hijos y familias. Para ellos, heraldos de los caminos, los sueños de una pensión no son más que ilusiones baratas; lo mismo que un plan de salud o las primas y cesantías.

“Hace tres años que me dedico a esto. Vivo el día a día, a veces las cosas salen bien y otras veces no, pero ahí seguimos. Esto es un trabajo difícil por todo el tiempo que uno le dedica y lo complicado que resulta hacer las cuentas sobre el camino”, contó Reinaldo Guerrero, apoyado en la baranda de la puerta principal del Mazda.

En el mismo vehículo, cargando bolsas, maletas grandes y mercancías, Francisco Acosta, de 57 años, también se gana la vida, cobrando otro pequeño porcentaje de las ganancias diarias. Según explicaron los tripulantes, una gran parte del dinero va hacia las arcas de la empresa de buses y la otra la reciben ellos, a pesar de no tener una vinculación oficial. Esto, a excepción del conductor del autobus, quien recibe sus beneficios y sueldo directamente de la compañía.

“Yo llevo más de 30 años en esto: cobrando pasajes, cargando maletas y acomodando gente. Ha sido duro, tantos años de uno levantarse a las dos de la mañana. La verdad es que ya estoy cansado, en cualquier momento tiro la toalla. Pero no me va a quedar nada de esto. Ni una pensión ni nada. Entonces para qué”, dijo Francisco, un tipo delgado y de pelo corto y canoso.

José Guerrero se dispone a comenzar su viaje.

Inseguros

En otro bus, que recorre la misma ruta pero en el sentido contrario, desde Calamar hacia Barranquilla, otro de los asistentes cobraba pasajes y llamaba a la gente para que se sentara en el vehículo. Leonardo Gutiérrez, padre de tres hijos, arriesga su vida todos los días para pagarles la educación y llevarles el pan a la mesa. Con las acrobacias ensayadas una y mil veces por él y sus colegas, cuenta billetes, anuncia el recorrido y acomoda pasajeros, por 17 horas al día, en lo que él mismo denomina trabajo.

“Ya llevo dos años en esto, antes estuve trabajando en una empresa cortando madera, pero con lo que ganaba allá no me alcanzaba. Acá gano un poquito más, pero no tengo seguridad de nada. Ni de mi trabajo ni de mi vida. Así como de un día para otro me pueden echar, también pueda que me caiga del bus o haya un accidente y me pase algo grave”, contó Leonardo, apoyado en la baranda a un lado de las escaleras del vehículo.

Todos los días sale temprano de Santo Tomás, de donde es oriundo, y recorre en 17 horas seis veces la ruta de Barranquilla a Calamar, y viceversa. Como muchos de sus compañeros, “si no son todos”, dijo, no cuenta con un seguro contra accidentes ni con un pago a salud y pensión. Debido a lo arriesgado de su trabajo, en el que cualquier cosa puede pasar, Leonardo manifestó sentirse “a la intemperie” y “desprotegido” pues teme que nadie le responda ante cualquier eventualidad.

“Un día un pelao', que trabaja en lo mismo que nosotros, se salió por la puerta del bus luego de que el conductor se saliera -por accidente- de la carretera. El muchacho se rompió las dos piernas en el impacto, nadie le respondió por su salud o tratamiento. Cuando demandó a la empresa de buses le dijeron que no aparecía en sus planillas, en el registro de empleados, por lo que no le iban a pagar los daños que le generó la tragedia”, señaló Leonardo.

Los billetes son contados en pleno movimiento.

Futuro

Los ayudantes como él, como los llaman los conductores, comparten casi que el mismo perfil: varios años en su labor, hijos y familias que mantener y un futuro incierto, sin posibilidad de pensión o de tener algún seguro contra accidentes. Leonardo, Reinaldo y otros valientes que se cuelgan de las puertas de los buses para sobrevivir, no solo duermen pocas horas al día sino que también, durante sus extensas jornadas, esquivan otros vehículos en las calles, saltan con los carros en movimiento y deben mantener a sus familias con el dinero que ganan.

A la par de ellos, los conductores, aún con mejores beneficios y con prestaciones, también aquejaron la situación, para la que pidieron condiciones dignas para su trabajo y el de sus compañeros. 

“Lo mejor que le puedo sugerir a todos estos jóvenes, o a los que se dediquen a este trabajo, es que sigan estudiando, que no abandonen sus sueños”, dijo José Guerrero, conductor de la ruta Barranquilla-Calamar. “En más de 30 años en esto uno ve de todo y uno casi que se vuelve un padre para todos esos muchachos. Es duro, pero hay que darle porque de esto vivimos”, contó, volviendo a la carretera, dispuesto a continuar uno de los varios viajes que realiza en el día.

Con el sol todavía en lo más alto del cielo, el viejo Mazda sigue su camino sobre la Oriental. Atiborrado de pasajeros, como todos los días en que se pone al ruedo, el bus conducido por José Guerrero marcha hacia su destino, esta vez de regreso hacia Barranquilla. Con vendedores, artistas y todo tipo de personajes a bordo, el autobus marcha rápidamente sobre la vía. 

Reinaldo se asoma por la puerta, preparado para descolgarse -una vez más- y darle la bienvenida a nuevos pasajeros.

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