El Heraldo
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Barranquilla

La historia del pescador en Santiago Apóstol

Los lectores escriben. 

Por Jairo Castro Acosta
* Usuario Wasapea

Clavado en el rincón donde muere la inmensidad de los playones de la marquesita y bañado por las aguas dulces del caudaloso río San Jorge, se ubica Santiago Apóstol. Tierra cenagosa, que en los tiempos del compositor sinceano Juan Severiche, era paso obligado para el vaquero y sus cantos de vaquería.

Mi infancia estuvo marcada por los fantásticos relatos de cuentos e historias que brotaban de la boca de mi abuelo. Todos los domingos por las noches, la cita era en la sala de la casa de su amada Ayda Orozco, lugar en donde reunía a todos sus nietos para contarnos las hazañas del patrono y míticas historias del pueblo de Santiago Apóstol.

Relataba, en una de sus acostumbradas sesiones dominicales, las proezas de un misterioso pescador que arrimó al puerto de las hormigas con su mocho de canoa llena de bagres y dorás, donde sus únicos utensilios de pesca eran un arpón y una flecha. Innumerables fueron las batallas que libró con el colosal manatí del caño grande. Contaba mi abuelo, que en uno de esos encuentros, el mamífero acuático desató tanta furia que con su cola hizo volar la barqueta en infinitos pedazos de madera.

El nombre de aquel misterioso pescador nunca fue revelado en los relatos de mi taita. Quizás debió ser el negro Requena, convertido en un pescador dorado que regresaba de una de sus faenas en el caño Mizalo y en plena plaza principal de Santiago Apóstol, quedó atrapado por el arte del joven Ramón Porto, el mejor escultor de estas sabanas cenagosas.

“Ese no es un hombre, sino el hijo de un trueno”, cantó el trovador Gabriel Acosta Aguilera para rendir homenaje a ese pescador, que en faena de un lluvioso mes de mayo, de intenso olor a tarulla, levantado en su barqueta y con fina puntería; pasó las plateadas escamas de enormes sábalos. Al instante, en fracción de segundos, extendía su red como el canicular sol de mediodía, dibujando cuadros de agua y atiborrada de coroncoros hasta la última cuerda.

Con el canalete al hombro y una mano de sábalos a su diestra, el pescador dorado adorna el ruedo donde la negra Estebana movía sus caderas al son de la tambora santiaguera. Majestuosa obra de arte que representa las vivencias del gladiador que se atreve a escudriñar los más oscuros secretos del Río San Jorge y de las mamonudas ciénagas sanbenitinas que se unen entre caño y caño, y se pierden en la lejanía del cielo.

El pescador dorado encuentra su norte apoyándose en su más grande amigo, el canalete; y su base, en las viejas tablas del árbol de campano que acarician la guapeza de las olas. Sentado en la punta de su canoa disfruta de la panorámica de la lejanía del paisaje, al tanto que su arruinado sombrero procura ser el protector de las primeras gotas de la madrugada o de los rayos solares de la mañana; pero la testa sabe que es inútil.

Sale de su casa cada jornada con el credo en la boca, rogando al Todopoderoso que no haya noche de luna clara, porque el pescado se esconde en la maleza de las aguas. El pescador va siempre esperanzado que sus cavas regresen llenas de pescado y que sus redes no vayan a parar en las manos de quien ama lo ajeno.

Va solo e indefenso, haciendo parada en los desolados y tenebrosos manglares para refugiarse o acampar en medio de la soledad de la noche. El humo de su tabaco es el repelente para alejar a los mosquitos carnívoros que asechan en medio del parsimonioso sonido del oleaje.

El pescador teme a los vientos huracanados, son ellos la mortificación de su labor, a su paso arrasan con todo, hasta con sus ganas de seguir en este valiente arte.

Remando hasta su destino final de faena y escuchando quizás el clásico pescador de José Barros, va aquel que ha empeñado su palabra en la tienda, tarareando muy posiblemente aquellos versos:

“... Regresan los pescadores
con su carga pa’ vender
al puerto de sus amores
donde tienen su querer ...”

Antes de llegar al puerto, clasifica los pescados con agilidad, su único deseo en últimas, es ganar para saldar la deuda con el tendero y algo para el sustento de quienes pacientemente en casa aguardan su llegada.

El comprador lo espera en la orilla de la dársena, el cruel regate de precios es el olvido de la enorme gallardía del pescador dorado. El hábil negociante lo sabe, el truco está en comprar barato para asegurarse de que en sus bolsillos quede la mayor parte, aunque deje sin paga justa a quien atravesó la ciénaga a riesgo propio durante larga noche para llevar a sus manos el fruto de las aguas.

¿Quién puede pagar honradamente el trabajo de quien se ausenta y solo es extrañado por su compañera de amor? Su pareja reza a diario para que llegue el anhelado domingo y, con él, el retorno de su amado.

El bocachico llega al plato del sabanero, su travesía describe las vivencias de un gladiador atrapado por el arte en la plaza de Santiago Apóstol.

Hoy son días grises, las malas prácticas de unos han ido acabando con la riqueza de nuestros ríos y ciénagas, la diversidad de peces en las cuencas sanbenitinas es cada vez menor. Además, el sincelejano ahora es más reacio a la compra de pescado, el mercurio y el plomo alejan de su paladar este proveedor de fósforo, y de paso, el sustento de quienes vencen la noche a punta de trasmallo y cantares vallenatos.

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