Barranquilla

En video | Se triplican las familias que viven bajo el puente de Murillo

En una oreja de la Circunvalar viven, con hambre, sin trabajo y lejos de sus hogares, más de 110 familias de venezolanos con un futuro incierto.

No hay prensa, ni radio ni televisión. Durmiendo en carpas y fritando arepas viven cerca de 110 familias de venezolanos frente al Estadio Metropolitano, en un campamento que se ha duplicado en los últimos cinco meses. Juan Guaidó es, para ellos, el nombre de otro valiente que se anima a derrocar a Nicolás Maduro. Hace semanas no saben lo que ocurre en su país.

Que Guaidó haya asumido la presidencia interina de Venezuela no les llama mucho la atención. Las muertes, la inseguridad y la crisis económica les duelen, pero las reconocen con tristeza. “Lo único que queremos es que tumben a Maduro”, cuentan en medio del fogaje del mediodía.

Frente al desempleo, el hambre y la falta de una vivienda, la única esperanza de esta colonia venezolana es la caída del régimen en su país. Familias enteras viven del sueldo esporádico de algunos afortunados que pueden cargar ladrillos o limpiar parques. En plena Circunvalar, varios jóvenes piden dinero para comprar el queso para el almuerzo.

Todos los días llegan más familias, según cuentan. Algún otro venezolano huérfano de su patria que aterriza en ese campamento buscando refugio. Alrededor de las carpas, las ollas oxidadas y los baldes de agua sobreviven. El optimismo es un sueño para el que muchos no tienen tiempo, pero por el que se levantan todos los días.

“Apenas tumben a Maduro nos regresamos a Venezuela. Mi país va a resistir y podremos volver a nuestras casas”, dijo Edward Monroy, mecánico, curista de carnes, piloto de grúas y ensamblador de carros. Junto a su esposa embarazada abandonó Venezuela hace tres meses. “Amo a Colombia y a su gente le deseo lo mejor, pero yo quiero volver a Maracaibo”, aseguró.

Niños, adultos y ancianos conviven todos en un área circular justo al lado del puente de la calle 63 con Circunvalar (dirección de Soledad). Le pagan 1.000 pesos a un vecino por el alquiler del baño en las mañanas y se protegen dentro de sus carpas del frío de la noche. A pesar de ser un pueblo festivo, se siente una tensión en el aire, como una tristeza colectiva. 

“Tengo ocho niños que no puedo matricular en ningún colegio porque no los aceptan sin los papeles”, cuenta Anthony Arzuza, un exoperador del metro de Maracaibo que viajó, sin un destino, junto a toda su familia. Los requisitos, según explicó, son la partida de nacimiento y el último boletín de notas. “Volví de Venezuela hace una semana y solo conseguí dos”, dijo.

Esporádicamente, Anthony y los otros hombres del campamento consiguen trabajo diario en construcciones. Entre ellos hay policías, ingenieros y médicos que hoy viven en la calle. Algunos de ellos tenían negocios y dejaron casas y automóviles en Venezuela. “No nos dejan trabajar si no tenemos cédula colombiana. Nuestra mayor necesidad en este momento es conseguir un empleo”, contó Arzuza. 

Su hermana Gisella tiene cuatro hijos que también viven en el campamento. Su esposo trabaja en lo que consiga y ella se encarga de cuidar a los pequeños y sus pertenencias. “Cuando llegamos vivíamos en una casa con otras 17 personas. Al vernos a mí y a mis niños en la calle, el dueño los sacó a todos del lugar. Dijo que no quería niños”, expresó.

“A veces vendo dulces en las calles para comer si se acaba la comida que nos han traído desde las iglesias”, contó Gisella, recostada en su carpa con una revista en sus manos mientras los niños corren descalzos junto a sus primos.

Toda la familia llegó a Barranquilla y lo que antes eran casas hoy son pequeñas y endebles carpas. “Todos queremos un techo, pero es que no tenemos ni baños, es quizás lo que más necesitamos”, dijo.

Helena, la madre de Anthony y Gisella, y abuela de 17 nietos, es una de las pioneras en instalarse en el campamento. Colombiana de nacimiento, partió hacia Venezuela hace 40 años para buscar una mejor vida. Cuando regresó, en condiciones que nunca imaginó, quiso encontrar a su familia, una tarea que le tomó casi seis meses. 

Justo ayer su hermano Juan fue a visitarla al campamento. Después de 40 años, los hermanos pudieron reencontrarse. “Tuve que ir con mi esposo a buscarlo al barrio Palermo. Fueron varios días de búsqueda hasta que, por el nombre de mi mamá, alguien nos llevó a la casa”, contó Helena. 

Para ella y su familia haber encontrado a su hermano es una luz de esperanza. “Esto nos da ánimos de que podremos superar lo que estamos pasando”, contó Helena. Su hermano, que vive con su esposa e hijos en Barranquilla, asumió la misión de “ayudarlos en todo lo que pueda”.

“Sabemos que han pasado por una situación muy difícil, pero para mí también es una tranquilidad muy grande encontrarla. Vamos a salir de esta”, afirmó Juan, optimista.

Una profesora mantiene viva la ilusión y los sueños de los más pequeños del campamento
Hay más de 40 alumnos en la colonia.

En el campamento hay muchos niños que sueñan con ser médicos, abogados e ingenieros; pequeños con la ilusión de cambiar la situación de sus padres y de Venezuela.

Glenny Chirino, como su maestra, les muestra el camino hacia esa meta. A ella le faltó un semestre para graduarse de ingeniería mecánica, pero espera que sus alumnos puedan cumplir lo que se propongan.

Cuando llegó a Barranquilla vivió dos meses en el campamento. Ella, después de clases, vende dulces para poder pagar un arriendo.

“Empecé con un grupo de 10 niños y ahora son más de 40. Les enseño las vocales, matemáticas y un poco de inglés para que no pierdan la noción de los estudios que empezaron en Venezuela”, manifestó.

Como otros miles de venezolanos tuvo que desplazarse hacia Barranquilla, en donde vende dulces y educa a los niños. Junto a otros siete, conforma el grupo de líderes del campamento, que se encargan de solucionar los problemas más graves de sus habitantes.

En su país trabajaba en fundaciones y su pasión es ayudar a los demás, lo que demuestra al educar desinteresadamente a los menores del campamento frente al Estadio Metropolitano, en donde residen más de 110 familias.

“Las clases empiezan a las siete de la mañana y a veces se extienden hasta la 1 o un poco más tarde porque son muchos niños y trabajamos en varios grupos”, contó Glenny, que divide a los niños por edades para así trabajar de mejor manera los temas seleccionados.

Su familia, desde Venezuela, le pide que no vuelva. Su madre y sus hermanos la llaman y le comentan “que eso está muy feo” y que “mejor se busque cómo vivir en Colombia”.

“Aunque sea, aquí en Barranquilla puedo comer todos los días. A veces, en Venezuela, yo duraba dos o tres días sin comer y por eso decidí venirme con mi hijo, que vende agua, y mi esposo, que vende empanadas”, dijo.

el campamento
35 personas vivían en el campamento a mediados de septiembre del año pasado. La mayoría de sus habitantes eran de Zulia.

Se levanta el campamento

Las primeras familias de venezolanos, desalojadas de residencias y sin trabajo, llegaron a este campamento, frente al Estadio Metropolitano, junto a la Circunvalar.

Se asientan sus bases

Cerca de 60 venezolanos viven en la colonia desprovistos de baños y camas. Reciben comida gracias a las donaciones y esperan conseguir papeles para trabajar.

110 familias y más que llegan día a día, según cuentan los residentes del campamento. Muchos de ellos llegan desde Maracaibo.

Siguen llegando

Desempleados, sin papeles y sin un techo viven las familias de venezolanos en el campamento. Muchos esperan que la situación mejore para regresar a su país.

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