El Heraldo
Cada una de las arañas tiene un costo que va desde los $1.000 a $2.000, dependiendo de quien sea el comprador. Hansel Vásquez
Barranquilla

El hombre araña que quiere morir en Barranquilla

Javier González Suárez tiene 72 años y recorre el centro de la ciudad vendiendo estos curiosos arácnidos que apenas le dan para sobrevivir.

Cerca de los puestos callejeros de la vieja alcaldía, en el centro de Barranquilla, deambula un superhéroe. 

No se balancea entre los rascacielos de Nueva York ni lucha contra alienígenas que vienen a destruir el planeta tierra. Un anciano de 72 años, con la camisa raída y los zapatos viejos, recorre las calles calurosas vendiendo arañas para poder vivir.

Su paso es suave y despreocupado, como el de alguien que ha vivido demasiado. Sobre un hombro carga una mochila pequeña con un par de mudas de ropa y en el otro un pedazo de icopor en el que exhibe sus arañas ‘de mentiritas’. 

No lleva afán y parece no preocuparle el sol, que cae sobre sus canas abundantes y sus arrugas bronceadas.

Javier González Suárez decidió que quiere morir, pero que sí lo hace, que sea en Barranquilla, la ciudad de la que se enamoró cuando era joven. 

Cuando tenía 20 años, abandonó Colombia en búsqueda de aventuras y trazó rumbo hacia República Dominicana. 52 primaveras después, este ‘hombre araña’ aterrizó nuevamente en la capital del Atlántico y hoy, entre las callejuelas del centro, se rebusca gracias a su arte.  

Las arañas, con sus ocho patas y dos colmillos, se aferran al icopor grisáceo en el que su amo las transporta. Cuestan entre mil y dos mil pesos, dependiendo del comprador. Si hay suerte, Javier consigue lo suficiente para pagar una habitación. De lo contrario, patrulla las noches frías en búsqueda, no de criminales, sino de un refugio para dormir.

Entre cuatro y cinco horas le toma a Javier elaborar 100 arañas. Los arácnidos están hechos de chelines negros, que adquiere en paquetes que contienen una centena. 

Con sus manos hábiles, dobla las varillas de este suave material por la mitad y así empieza a montar las patas, para luego moldear el tronco y la cabeza.

Varios curiosos se le acercan y le preguntan por sus manualidades, que el exhibe orgulloso y con una sonrisa en el rostro. Algunos transeúntes le compran, pero otros se asustan al creer que son reales. Desde lejos, si uno está despistado, pareciera que se movieran en el icopor, en donde clavan sus patas, como si no quisieran alejarse de su creador.

Cuando recuerda sus días en las playas de República Dominicana le brillan los ojos y, orgulloso, infla el pecho. Su voz, tímida y aguda, adquiere un tono diferente, de satisfacción, al recordar los destellos de su juventud y los comienzos de su vida artista, que le valió para llegar a las calles del centro de Barranquilla.

Siempre quiso venir acá, pero las olas lo terminaron arrastrando ya en la recta final de su carrera. No tiene pretensiones ni otra aspiración más allá de vivir el día a día y de sobrevivir con sus arañas, a las que dedica los últimos años de su vida.

Javier cuenta que tiene dos hijos a los que nunca volvió a ver desde que cumplieron nueve años. 

Se enamoró de una wayuu en Cúcuta y, después de 13 años de relación, una mañana ella cruzó el continente hasta Los Ángeles junto a los pequeños. Nunca hubo noticias de ella ni de los herederos del artista, que hoy, según manifiesta, viven una vida de lujos en Estados Unidos.

Detrás de su sonrisa se esconde un lamento, el de un padre que dice sentirse abandonado, que recorre solo los últimos metros del sendero. 

A pesar de todo, el ‘hombre araña’ se mantiene optimista, como todo aventurero, pues Barranquilla es otra parada en su gran odisea. Con sus arañas a un lado recorre las calles, con la esperanza de seguir elaborando sus arañas, los grandes amores de su vida nómada y valiente.

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