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El cementerio Calancala, ‘florecido’ por el Día de los Muertos. Christian Mercado
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Pensando en los que se fueron

La relación con la muerte se vive de formas distintas en la ciudad, en los pueblos y en las comunidades étnicas. Hoy es el Día de los Muertos.

Los cementerios en Barranquilla, como muchos otros en el país, hoy amanecieron ‘florecidos’ porque las familias adornan los nichos de sus seres queridos para rendirles homenaje en el Día de los Muertos, como  parte de los rituales con los que se ‘despide’ el alma en el Caribe.

Ilse Berdugo, de 39 años, llegó ayer al cementerio Calancala equipada de rosas y claveles naturales, además de una fotografía de su hijo de 5 años que falleció hace 7 meses. “Este es mi angelito. Uno sabe que su alma no está allí, pero uno como padre no puede abandonar a ese ser querido que ahí está”, decía mientras acomodaba la decoración sobre el nicho.

Otras personas –como ella– llegaron al camposanto desde las primeras horas del domingo, para ultimar los preparativos de la tradición que aún permanece arraigada en la ciudad, donde las costumbres son distintas a la de los pueblos del Caribe.

Velorios en la ciudad. “Cuando murió mi hijo, mi esposo estaba afiliado a una  funeraria y allí mismo lo velamos. Nos ofrecieron nicho en dos cementerios diferentes pero nos decidimos por  el Calancala”, cuenta Ilse Berdugo, un caso que refleja cómo las funerarias y los planes exequiales definen la dinámica de enterrar a los difuntos en la ciudad.

En la actualidad, todos los municipios del país -además de 190 veredas de los rincones más apartados- cuentan con sistemas funerarios para atender una demanda anual de 210 mil servicios, según fuentes de la Federación Nacional de Comerciantes.

El sector funerario como actividad económica coexiste con elementos tradicionales que persisten con mayor fuerza en los pueblos, tal como lo cuenta Ilse.

“El velorio de mi hijo fue diferente al de mi mamá. Como ella era de pueblo, de Suan, allá tienen otras costumbres. Entierran a los muertos en el cementerio del pueblo, los velan en la misma casa, les hacen el rosario”, cuenta antes de enumerar los detalles que conforman los altares funerarios: velas, crucifijo, el santo que puede ser la Virgen María o el Sagrado corazón de Jesús. También ponen el nombre del difunto, una sábana en la pared, una cruz con cinta morada o negra y un vaso con agua detrás del santo “para que las almas tomen agua por si quedaron con sed”.

En los pueblos son nueve días de velación, y a los ocho días se ofrece una misa por el alma del difunto.  

Los pueblos afrodescendientes e indígenas, que habitan en la región Caribe colombiana, han vivido, experimentado y calificando durante siglos a la muerte como un evento trascendental en la vida humana. Por ello han desarrollado prácticas que son parte de herencia de sus culturas.

Ritos palenqueros. Los palenqueros no ven el proceso de la muerte solo con la llegada del deceso. Para ellos involucra también la preparación, arreglo y conservación del cuerpo.

Representación de un velorio de la cultura palenquera.

La coordinadora de la Asociación Juvenil Afrocolombiana Niches en Acción, Angelina Cimarra, cuenta que cuando una persona palenquera muere siempre se le hace “una despedida muy especial”.

“Nosotros despedimos el alma, le damos el último adiós. En el altar hacemos una especie de escalón, porque se cree que el alma de esa persona va subiendo cada uno de los escalones y va hasta el cielo”, explica Cimarra.

Para los Palenqueros, la música es el medio de comunicación con sus difuntos. Por ello, el lumbalú o baile é mueto –canto palenquero que evoca la memoria del fallecido- predomina en sus ceremonias fúnebres. Este ritual es liderado por cantadoras, quienes entonan versos mientras los invitados responden con coros lastimeros, que “ayudan a que el alma suba al cielo. Es un encuentro entre los vivos y los muertos”.

En el ritual, los familiares del difunto ponen debajo de su ataúd un recipiente con agua para que quien murió no padezca de sed, un elemento común con la historia relatada por Ilse Berdugo.

En el pueblo Wayuu. Para esta etnia, cuando una persona muere, el alma sale del cuerpo y se va a descansar al Jepira, lugar sagrado, ubicado en el cabo de la vela. Sin embargo, antes de llegar a este sitio, “el alma debe emprender un viaje, por lo que “en un calabazo o en totuma le echan chicha, comida y agua, y eso es para el largo camino que va a transitar”, narra el wayuu.

En la cultura de los indígenas Kankuamos, la muerte no es el fin de la vida, es una etapa de la existencia.

Por otra parte, para los Zenú, la muerte es exaltada en las ceremonias mortuorias llamadas ‘despacho del alma’ o novenario. En estas, tanto familiares como  conocidos  llegan a la casa del difunto con el propósito de desarrollar el ritual de nueve días. El consuelo de los familiares  del muerto se da en medio de actividades para  sobrellevar el  duelo como juegos de azar, comida y bebidas, que pueden ser café, masato o “ñeque” -conocido también como  chirrinchi o chicha-.

En el Día de los Muertos confluyen estas tradiciones con las prácticas modernas. Se trata de un festejo que realizaban los indígenas desde la época prehispánica, el cual la iglesia continúo, pero dándole un sentido cristiano.

Historia

El 2 de noviembre fue declarado por The Encyclopedia Britannica, en su edición de 1910, como el día oficial de los Fieles Difuntos. Anualmente, la Iglesia Católica, durante las eucaristías que se ofrecen este día, recita el Oficio de Difuntos y celebra misas ‘réquiem’, que son los servicios litúrgicos para los muertos.
 

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