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César García Garzón
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Farotas, un viaje de 300 kilómetros al carnaval

El grupo de danza de Talaigua tiene que tomar motocarros, atravesar en ‘johnson’ un brazo del río Magdalena y viajar en bus para poder presentarse en la Gran Parada de Tradición.

Cuando sus abarcas tres puntá pisan el cumbiódromo de la Vía 40 y escucha los aplausos del público, Manuel Matute deja atrás sus 73 años y se siente transportado a 1982, el primer año en que las Farotas de Talaigua participaron del Carnaval de Barranquilla.

El campesino tenía 39 años en ese momento pero la madurez, propia de un hombre con familia y que desde hacía tiempo labraba la tierra, no le servía para evitar sentirse nervioso y sobrecogido por la multitud que gritaba desde los andenes en la Batalla de Flores.

Desde entonces han pasado 34 años y guarda de ese Carnaval recuerdos agridulces que lo dejaron marcado.

Al principio se sintió torpe a pesar que desde 1962 hacía parte del grupo de faroteros, pero a medida que el sonido de la música “iba recorriendo su cuerpo, al mismo tiempo que el licor descendía por su garganta”, el temor se fue disipando y solo existían él y sus 12 compañeros interpretando la danza guerrera de sus antepasados indígenas.

Talaigua es un municipio de Bolívar ubicado en la depresión momposina, una llanura aluvial donde desaguan los ríos Cauca, Cesar y San Jorge en el Magdalena.

Al igual que en la mayoría de los pueblos ribereños de la Costa Caribe, durante el día se siente un fogaje que golpea el rostro y hace que la ropa se pegue al cuerpo, generando una sensación de humedad pegajosa en la piel. En las horas de sol el pueblo está como sumido en el sopor del bochorno, que por estos días aumenta con la inclemencia del fenómeno de El Niño.

Matute recorre las calles pavimentadas y a cada paso sus abarcas van sonando, como si marcara el ritmo de un baile. Su piel está tostada y en el rostro están acentuadas las huellas de una vida dedicada a la danza y el trabajo en el campo.

A 5 kilómetros de su casa tiene una parcela en la que siembra yuca, maíz, patilla, ahuyama y fríjol, entre otros alimentos. Sin embargo, asegura que desde el año pasado no siembra lo que normalmente cultiva “porque es imposible con el verano que está haciendo” y solo pudo cosechar unos frijoles en diciembre.

La impotencia por la falta de lluvia solo encuentra consuelo, desde hace un mes, en lo que él denomina “la responsabilidad y el honor más grande: dirigir la danza de las Farotas”.

En su casa lo espera Jairo Mancera Ortiz, uno de los capitanes del grupo de bailarines. Los hombres pasan al patio de la vivienda, una zona con un piso de tierra mojada a la sombra de un árbol frondoso, para cuadrar los últimos detalles para viajar a Barranquilla.

Mancera afirma que no es sencillo realizar la travesía, no solo por la distancia que hay que recorrer sino por los gastos que les toca solucionar, por eso deben tocar las puertas de empresas en busca de un patrocinio. “Nos gastamos como unos 100 millones de pesos en todo lo que implica el carnaval: vestuarios, pasajes, alimentación y hospedaje”, explica el gestor cultural sacudiendo el suéter verde que lleva puesto para refrescarse.

La situación del grupo de danza guerrera  es complicada, según Matute, porque es muy poco el apoyo estatal que reciben. “La Gobernación de Bolívar no vela por nosotros, con decir que solo nos hemos presentado unas tres veces en las fiestas de la Independencia de Cartagena, mientras que al carnaval hemos asistido 33 años ininterrumpidos, 34 con este, si Dios quiere. Es irónico que seamos mejor atendidos en Atlántico que en nuestra propia tierra”, explica Matute sentado en una silla, con los labios apretados y las cejas y los hombros alzados, en un gesto de incredulidad.

Cae la noche en Talaigua y con ella empieza a florecer la vida nocturna. En las calles se instalan picós y los billares se llenan con hombres que regresan de sus trabajos.

Un grupo de hombres camina en dirección de un billar, pero unos tres metros antes de llegar a la entrada toma un callejón oscuro que desemboca en una cancha de microfútbol cementada. Entre ellos hay un ambiente de familiaridad y camaradería.

La cancha está pobremente iluminada con una sola lámpara, “porque las otras tres se las robaron los vándalos”, grita uno de los hombres. Su nombre es Pedro Morales, un albañil bajito con unas entradas pronunciadas.

Cinco músicos están apostados en el extremo de donde sale la luz. El grupo de Farotas se divide en dos hileras de seis personas y en el medio queda Matute. Hay tres tipos de danzantes: el Mama, que hace las funciones de director artístico, que en este caso es Matute; está el Ninfa, el más joven del grupo, lugar que ocupa Joaquín, nieto de Manuel, y los bailarines, con un capitán en cada columna, el puesto de Jairo Mancera, y su hermano, Jean Carlos Mancera.

Por una ventana del billar sale una canción de Los Betos (conjunto vallenato), por otro lado llega desde una caseta a la cancha la canción Flor pálida, de Mark Anthony, pero los hombres en fila están atentos a las señales de Matute.

A un movimiento de asentimiento con la cabeza, la flauta de millo suena acompañada por un par de maracas, un tambor alegre, un tambor llamador y un bombo.

Al ritmo de los compases del perillero, la lavada y el paloteo, los 12 hombres y el niño vuelven a ser los 13 indígenas de los que se desprende la leyenda de las Farotas.

La historia cuenta que la danza toma el nombre de la tribu indígena Farotos, asentados en la isla de Mompox compartiendo el territorio con otras comunidades.

El mito asegura que al llegar los españoles comenzaron a abusar de las mujeres de los indígenas, violándolas y prostituyéndolas. Ante ese ultraje los caciques Mompox y Taligua se aliaron para vengarse: vistieron con ropas similares a las de las mujeres españolas a 12 de sus guerreros más bravos, liderados por Taligua, y los escondieron en sus chozas de paja y barro.

Al llegar los españoles a los viviendas para ultrajar a las mujeres fueron sorprendidos por los guerreros quienes los asesinaron, vengando la afrenta. Este suceso siguió festejándose en la zona cada año para conmemorar esa victoria. En la celebración los hombres volvían a vestirse como mujeres para bailar al compás de sus ritmos autóctonos.

Al finalizar el baile, los hombres se desprenden de sus camisas para tratar de robarle algo de fresco a una noche sin brisa. Como si fueran un clan tribal, el grupo está compuesto en su mayoría por dos familias: los Matute y los Ortiz. Hay hijos, abuelos, hermanos, primos, tíos, sobrinos y hasta cuñados.

Recostado contra una malla de la cancha, Jean Carlos Mancera relata que cuando un niño nace en una de estas dos familias su destino está señalado: Farota o músico. Pero esto no impide que puedan desarrollar un trabajo, como lo demuestra la variedad de oficios que tienen los integrantes: hay exconcejales, profesores, albañiles y un técnico en salud ocupacional e inspector de construcciones, entre otros.
“Yo pertenezco a la cuarta generación de farotas, mis hijos a la quinta y mi nieto a la sexta”, interviene Matute volviendo a colocarse la camisa.

La extensión de la danza en el tiempo está asegurada con los semilleros que dirige Jean Carlos. Pero esta situación no siempre fue así. Luego de que las tribus de la Depresión fueran dominadas, relata Matute que el ritual fue perdiéndose hasta que en 1888 un hombre llamado Efraín Chica rescató el baile. Luego fue Domingo Carrera quien lo organizó y desde entonces han luchado 20 Mamas por conservar su tradición ancestral.

“Ha sido complicado porque han nacido otros grupos de Farotas e incluso nos plagiaron una vez en un carnaval en el exterior. No solo tenemos que luchar contra el olvido, sino contra los que nos copian”, manifiesta Matute con voz cansada.

Uno a uno los ‘guerreros’ van dejando la cancha. Les espera una dura travesía hasta la Vía 40.

A las 6 de la mañana del sábado de Batalla de Flores, 25 hombres y un niño están en ‘pie de guerra’ en Talaigua. Su imagen recuerda a la sus antepasados cuando iban a combatir al enemigo y debían dejar el hogar por unos días.

“No es fácil dejar a la familia por cuatro días, pero debemos ir para mostrar nuestra cultura, nuestras raíces. Es algo que llevamos en la sangre”, indica Édgar Matute, uno de los siete hijos de Manuel (cuatro mujeres y tres hombres) y él único que está en la danza.

Suben a los ‘carruajes’ metálicos que los aguardan en dirección a La Bodega, vereda de Cicuco, un recorrido de 15 kilómetros que les toma una media hora. La mañana fría, que contrasta con el calor del mediodía, es atravesada por el ruido de los motocarros.

Una vez llegan al muelle de la vereda deben esperar hasta que salga un ‘johnson’ que los lleve hasta Yatí. La demora permite que otros integrantes que pasaron la noche ‘celebrando’ puedan llegar. Los bailarines bromean con los demorados. “Estás jodío, se demoró porque estaba haciéndole desayuno a la mujer. Ella es la que tiene que tenértelo listo cuando te levantes, tú eres el hombre”, grita uno de la orilla del río y los demás estallan en risas y celebran la ocurrencia.

Con la llegada de la embarcación todos recogen sus maletines y cajas con encomiendas para los familiares que viven en Barranquilla. Se van acomodando al fondo del transporte y aguardan pacientes. A las 8 de la mañana parten de La Bodega, un tramo de casi 10 kilómetros que pasan en media hora.

En Yatí suben a un bus que alquilaron para el viaje expreso. A las 9 arranca la expedición de talaigüeros. La mayoría va buscando acomodo en sus sillas para dormir un rato. Manuel Matute va despierto, vigilante de su tropa.

Recostado al espaldar, el campesino evoca momentos que le traen satisfacción.

“Nosotros hicimos parte de la mesa de trabajo para que el Carnaval de Barranquilla fuera declarado patrimonio oral e inmaterial por la Unesco. Para eso nos ayudó mucho Etelvina Dávila, que era la directora de la comparsa y quien nos llevó por primera vez”, manifiesta Matute, pero al recordar esos primeros años también le llegan amarguras.

“Los primeros años fue muy duro. Se burlaban de nosotros, nos gritaban ‘maricas’, pero nos mantuvimos firmes y seguimos bailando como machos”, dice el Mama con un brillo en los ojos, como el guerrero que confía en triunfar al final de la batalla.

Jairo Mancera agrega con cierta satisfacción que una vez les gritaron “Locomía” (grupo musical español de finales de los 80 y principios de los 90) e incluso a un compañero intentaron tocarle las nalgas, pero le dieron una paliza al agresor.

Tras cinco horas de viaje en bus (siete en total) y cerca de 300 kilómetros, las Farotas llegan al barrio Las Moras, donde tradicionalmente han establecido su ‘fortaleza’ y asentado sus ‘huestes’.

La mañana de la Gran Parada de Tradición ponen a punto sus atuendos. Afuera suenan tambores de guerra, percusiones que con cada golpe invocan a sus antepasados mientras los hombres adentro se ponen las faldas amplias con estampados de flores multicolores que van encima de un pollerín, un suéter manga larga blanco llamado ‘amansaloco’, un sombrero decorado con flores en la parte frontal, aretes largos, una gola en el pecho y un paraguas que mueven al compás de la música, pero el Mama lleva además en la muñeca derecha un ‘perrero’, un látigo de varias puntas con el que llama al orden a los bailarines.

Metidos en su papel, se ayudan entre ellos a componerse los vestidos. Se van pasando un lápiz labial para pintarse los pómulos y la boca, se miran al espejo para que les quede bien pintada y al final algunos lanzan un beso que su reflejo les devuelve.

Entre los músicos va circulando un garrafón con apenas dos dedos de aguardiente, pero que sirven profusamente y no son ni las 10 de la mañana. “Es para ir calentando motores”, señala Jairo Arrieta, encargado de manejar el bombo desde hace 25 años. Nuevamente toman un bus que los deja en una calle aledaña a la Vía 40.

Algunos están nerviosos, otros bromean y el garrafón va de mano en mano, llenando de valor y calentando los corazones. Lisandro Polo, el rey Momo del Carnaval, llega hasta donde están apostados. Va a salir con ellos como un homenaje a las Farotas y una forma de protestar en contra de la violencia hacia la mujer.

Para Mónica Ospino, directora actual de la danza e hija de Etelvina, es un momento de orgullo y gran reconocimiento para la antigua danza guerrera.

La directora le ayuda al Momo a ponerse la gola y le pasa el labial para que coloree sus mejillas y pinte sus labios, la señal definitiva de que se ha convertido en Farota honoraria.

Cuando pisa la Vía 40, Matute regresa a su primer año en el carnaval. Con los primeros compases el Mama va dando indicaciones a sus 22 ‘guerreros’. Comienzan a bailar y no son solo ellos, están todos los Matute, Ortiz, Morales, Polo y 5.397 talaigüeros; están Efraín Chica, Domingo Carrera y su hijo Ramón ‘Pelota’, están sobre todo Taligua y los 12 guerreros que decidieron disfrazarse de mujer para vengarse de los españoles y con cuya hazaña sus descendientes han ganado 25 congos de Oro y el reconocimiento del público.

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