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El día que la champeta se vistió de frac

La segregación social no se disimula, aunque de la criolla a la urbana, en términos de champeta, se haya roto la fragmentación entre blancos y negros.

¡Zapatos en mano!”. La orden se grita y nadie sabe de dónde proviene el eco, pero hay que obedecer. Una morenaza de contextura gruesa se aparece como el primer filtro en un laberinto de vallas de metal. “¿Tienes cuchilla? ¿Navaja?”. Le digo que no, que vengo desde Barranquilla y hago parte de un grupo de periodistas invitados. “Si ellas no se quitan los zapatos, yo tampoco”. El reto lo lanza una menuda mujercita que carga un retablo de madera que, al desplegarse, se convertirá en mesa. Son los dulces y los chicles de lo poco que se puede comprar para comer allí.

La champeta es idéntica a esa fila que rodea la Plaza de Toros de Cartagena en una tarde de domingo de agosto, cuando la lluvia cae como sereno sofocante esperando al Rey de Rocha, el picó de los picós. El género que hace retumbar de sus ocho parlantes sin piedad es un territorio de tugurios negros que se ha convertido, en los últimos años, en una cuestión de romerías blancas que los afros siguen viendo como intrusos. El ritmo de los picós les pertenece a ellos, que lo hicieron suyo desde la década del 80, cuando era mal visto –y escuchado- en una Heroica que miraba con ojos de reproche que los sectores deprimidos se atrevieran a cantar sus vivencias. Aun en una lengua inentendible, que no es ni español ni francés, menos algún vocablo africano.

Logramos escabullirnos de esa primera atajada porque Leonardo Iriarte, uno de los miembros de esa genealogía champetera, interviene. Los zapatos siguen en su lugar. Pero en la siguiente parada no hay compasión. “Abra el bolso y saque todo lo que lleve y lo pone a un lado”. Y antes de vaciar el maletín, otra negra imperante mete el brazo y saca a la brava una peinilla y un lapicero. Los aparta. “¿Por qué me quita el lapicero?” –Con esto se puede chuzar. “¿Y la peinilla? Nosotras no vamos a hacer nada…” –Como yo soy de pueblo, yo sí puedo rajarte la cara con una peinilla, pero como ustedes son blanquitas, ustedes no...”.

La segregación racial y social no se disimula, aunque de la criolla a la urbana, en términos de champeta, se haya roto la fragmentación entre blancos y negros, pobres y no tanto.

El lanzamiento del Volumen 58 del Rey de Rocha, el evento máximo de esa máquina de sonido, lo anuncian las romerías congregadas en las esquinas que circundan el escenario taurino con cara de castillo. Licores La Heroica pierde su fachada entre la gente que lo rodea. Más de un centenar de policías hablan de la dimensión de uno de los eventos del circuito champetero con mayor tradición, que se espera como alerta a la seguridad de la ciudad.

La nueva ola de la champeta. Cartagena avisa que has llegado a ella porque en una emisora suenan Los Torcidos –de aquel promisorio Mr. Black–, una champeta que difícilmente rota en las estaciones radiales de Barranquilla. Por el vidrio de una van se asoma El Pozón. Las calles húmedas de barro. Las negras jóvenes con trenzas. Los ombligos afuera. Los bailes atrevidos. ‘La camita’. El sedimento contaminado de un arroyo. Las casas de madera artesanales.

El nuevo Mr. Black, con rastas y operación de nariz, es el reflejo mismo de lo que ha pasado con el género de sus amores. Dejó de grabar –aunque las siga cantando en vivo– temas como El Braulio, esa especie de Juanito Alimaña de la champeta, para cantarle a su Mujer prohibida, que “eres la que me mata, eres lo que yo quiero”.

“El éxito de este género es el mensaje que tiene la letra, porque anteriormente se cantaban canciones como Túmbalo, Turbina, algo  jocoso. Ahora por lo menos ya uno trabaja paraconseguirse una canción que tenga buena melodía, que tenga buena letra, que tenga buenos arreglos”. Noraldo Iriarte, el hombre que vive siendo ‘Chawala’, o ‘Chawa’, tan mentado como respetado en estos círculos, tiene dos décadas conociendo el negocio champetero como nadie. A punta de prueba y error, de años de receso de éxitos, ha repuntado como el ‘Rey Midas’ de un ritmo que dejó de ser señalado para ser disfrutado.

“Tú vas a las Islas del Rosario, Cholón, y ves esos yates, con paisas, escuchando champeta en su yate. ¡Y eso es un orgullo! La idea no es pegarse, sino mantenerse”. Eso es lo que –dice– no han logrado entender precursores del género. Viviano Torres, Eddy Jey, Edwin ‘el Maestro’, El Encanto, Elio Boom... se siguen manteniendo como referentes, pero no se puede decir que sus voces son las más sonadas actualmente.

“Hay muchos artistas que lo toman a mal: ¡Cómo es posible que nosotros comenzamos con este género y los que están triunfando son los otros, que no tienen nada que ver con esto, que son artistas nuevos. Y otros cogen rabia: no, esto se perdió. Ellos dicen que esto no es champeta, y eso no debe ser así, porque esto es de resultados”.

‘Chawala’ cuestiona el anhelo de quienes comenzaron con él en el negocio de aferrarse al recuerdo y a lo que ya no es comercial. Sabe que las letras dedicables son necesarias para terminar de limpiar el aire que, en la Cartagena de los 80, no era sino una copla indescifrable de vocablos inconclusos, cantado por lo más bajo de una sociedad convulsionada que caminaba con un cuchillo champeta ceñida entre el jean y la cadera. Ese machetillo, tanto como el género, era asociado con la delincuencia, la pobreza y el ser negro, en peor de los pecados para los radicales blancos.

“‘Chawala’ tiene su rosca, sus artistas, los pelaos de ahora”. Así le reclaman. Pero el Iriarte número tres en una línea de seis hijos entiende que esto es de resultados, una palabra que repite sin darse cuenta. Como está la nueva ola del vallenato, nosotros estamos en la nueva ola de la champeta”.

Y si el Sayayín, el Afinaíto y Mr. Black ayudaron a dar a conocer el género, con su ritmo pegajoso y sus connotaciones vulgares, lo cierto es que ese mismo ‘Míster’ –el único que sobrevive de ese trío transicional de la primera década de los 2000– y un tal Kevin Flórez se encargaron de renovarlo y reactivarlo. La lista se robustece con nombres como Twister, Young F, Zayder...

De la terapia de Rafael Chávez, Hernando Hernández y el grupo Kussima, pasando por la champeta criolla, hoy se habla ya en términos de lo urbano con una nueva camada que creyó en los sonidos del dance hall y el reggae como elementos para nutrir su música.

“Lo característico es la trompeta, la guitarra.Antes trabajábamos guitarras más africanas. Se manejan todos los instrumentos del 80, 95, pero se trata de hacer algo diferente. Si antes punteábamos, ahora estamos más pensando en la juventud, en estratos más altos. El pianito SK5 sigue existiendo, hay canciones a las que le cabe”.

El traje de frac que se puso la champeta la presenta hoy en sociedad sin reparos ni exclusión.  Parece democrática por todos lados, aunque siga estando rodeada de esa estela artesanal y casi primitiva que la perfiló en sus inicios.

El camino a lo masivo. Tatuajes. Estrellas. Cabellos en punta. Brillo dorado. Tenis. Dumek Gobernador. Andrés a la Alcaldía... los lugares comunes imperan esa noche de Volumen 58, con un estereotipo que ayuda a reconocer a aquellos que viven por eso, y aquellos que van a ver cómo es que se vive así.

Los casi 70 centímetros que mide Diego Montaño están repletos de toda esa parafernalia brillante que encierra a los nuevos ‘champetúos’. Él es uno del combo de 30 que llegó desde Sincelejo a Cartagena siguiendo religiosamente la devoción ‘reinaldista’ de Rocha. Riega billetes en el piso con su combo para reunir y contar lo que necesitan para una caja de aguardiente.

Es un punto más en la lista de la noche, que incluye exhibir los tatuajes del ‘OMR’ (Organización Mundial Rey de Rocha) de hace década, corear con ímpetu la nueva de Young F y juntar pelvis con glúteos en un ejercicio  de dominio absoluto. Ese es el vacile, el ‘takeo’ del que todos hablan y nadie señala. Es el baile ‘plebe’ que buscan prohibir y que se reproduce sistemáticamente en los metros a la redonda.

Una pelea sin cuchillos y navajas comienza a fraguarse. Una coreografía que resuena en los parlantes, ocho a cada lado de esa tarima rupestre, hace volar brazos del aire al suelo y ‘chuzar’ la nada con un cuchillo –champeta– invisible.

Algo de marihuana a lo lejos y las cicatrices de relieve de algunos ayudan a clavar la mirada inquisidora a la champeta. El poder de quienes fueron sus primeros fanáticos, el pueblo raso, sigue siendo de ellos, por lo que se sienten con derecho de escanear como quieran al que no encaje ni pertenezca. Así se vislumbra ella, de melodía pegajosa, desde el enjambre natural del que salió.

El toque inédito del Rey de Rocha asegura el ciclo natural que nace desde las entrañas de la prole, como exclusiva del gueto, y dota a sus fieles de esa sensación privilegiada de estar allí, justo en ese espacio y ese tiempo, para ver el inicio de un posible clásico. Allí se quedará por varios meses. Los que ‘Chawala’ decida. “Depende de la canción, del tiempo que se pegue”. Una vez cumpla el período natural, definido por el máximo productor de la champeta a nivel nacional, las canciones se irán insertando en las estaciones de radio de Cartagena, la costa Caribe y el país, respectivamente.

Leo Iriarte, hermano de ese jefe supremo, irá cabina por cabina promocionando lo que ellos planean será un hit, y solo hasta entonces, en ese momento justo en que el tema cruce la frontera de los parlantes del Rey, el cantante podrá tomar su interpretación y apoyar la estrategia de difusión. Cada uno, generalmente, se apoya con sus jefes de prensa o las disqueras, en este caso Codiscos, que tiene firmados a los principales exponentes del género, como Mr. Black, Kevin Flórez, Twister y Young F.

En una tarima de tres por tres  cabe la connotación social que la champeta ha tomado. En ese cuadrado elevado, con batería  (SK5) y tornamesa, habita un mundo disímil que es capaz de soportarse sin sorprenderse. Se suben a saludar a Noraldo, el ‘Chawala’, el político que paga el evento porque “creo en el poder de lo popular”; el periodista de turno que escribe la crónica del lanzamiento; el borracho pesado, que, aguardiente en mano, saluda a todos como si los conociera; la mujer de otro, que vestida con estampado animal y pose sugestiva, reta al marido a que la baje de la tarima. Está, claro, el amigo del amigo que ayuda con el agua, la logística, a pasar el trago... Nadie se queda sin montarse a la tarima del Rey de Rocha porque no hay barreras: siempre ha estado abierta, como la champeta, para el que se quiera subir. Abierta toda para que, a quien le plazca, disfrute de ella sin miramientos. Así haya llegado tarde.

El rey Midas del género

“Desde niño me gustó esto de los picós.  Soy de un pueblo llamado Rocha, a una hora de Cartagena. En ese tiempo, allá no había luz eléctrica. Cuando  la ponen, como en el 90, la ‘vieja’ mía compró un equipo de 4/12. Ella va al mercado de Bazurto en Cartagena y compra una cajita del Rey de Reyes. Ese nombre del Rey no salió de nosotros, sino de la caja. Teníamos la oportunidad de vender queso en la ciudad. Había un señor apodado ‘el Flecha’, otro era Luis Borrás, que traían música africana. Con la plata del queso comprábamos los acetatos. Y la ‘vieja’ se molestaba. “Ustedes me van a arruinar”, decía, y lloraba. Pero cuando ya poníamos la música, la ‘vieja’ se espelucaba. A mí me dicen ‘Chawala’ por un disco africano de esos. La verdad, yo no sé qué es. Estoy azul”.

Las primeras ‘terapias’

Según Noraldo Iriarte, la champeta urbana y criolla le deben todo a la terapia que las precedió en el tiempo. Conforme el Rey de Rocha fue ganando popularidad, cuenta, los demás picós fueron reaccionando e intentando detener esa fama. “Nos comenzaron a meter el pie para que no nos vendieran la música africana de acetato traída de los Estados Unidos”. Y es así como decide sacar sus propias canciones con un espíritu similar, prácticamente idéntico al  llamado soukous africano. “El disco que era lento lo poníamos rápido, en 45 (revoluciones). Al sello se le echaba pintura para que no supieran quién era el artista.  Como eran canciones de África, nadie sabía”.

Fue ahí cuando buscaron a Hernando Hernández, Rafael Chávez y el grupo Kussima para grabar canciones improbables. “No eran ni inglés ni nada. Yo decía: Invéntate algo que medio se pueda pronunciar”.

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