Un fantasma recorre los colegios de Barranquilla, el país y varios países del mundo: el fantasma del llamado matoneo escolar o bullying.
Desde que existen los planteles ha habido problemas de convivencia entre los adolescentes, pero hay una notable diferencia cualitativa en los comportamientos de los estudiantes de hoy y los de las generaciones anteriores.
Por ejemplo, los apodos, que hoy son un factor desencadenante de severos conflictos, antes constituían apenas una simple e inocente broma entre compañeros, sin mayores consecuencias. Incluso las peleas a puñetazos a la salida de clases terminaban siendo un divertido episodio boxístico, que luego concluía en un abrazo de reconciliación entre los antagonistas, o, cuando intervenían las autoridades disciplinarias escolares, en una amonestación que podía derivar en unos reglazos o en unos días de suspensión. Tal vez en un retiro de la matrícula, en el más drástico de los escenarios.
Eran los tiempos en que los profesores todavía tenían el control de sus estudiantes, y en que los niños y adolescentes no estaban expuestos a todo el bombardeo de violencia y mensajes negativos de hoy que disparan los medios de comunicación y los nuevos canales tecnológicos. Era la época en que la educación, como debe ser, era compartida y concurrían los esfuerzos de los docentes y los padres de familia, y los estudiantes dedicaban casi la totalidad de sus horas libres al sano deporte.
En el caso de Colombia, no solo comenzamos a cambiar con el avance vertiginoso de las nuevas tecnologías que impusieron su tiranía, sino con la nefasta influencia de un paradigma de antivalores que se tomaron la estructura mental de la sociedad, como la intolerancia y el irrespeto, a lo que se agrega la penetración y crecimiento que alcanzó el consumo de alcaloides entre los jóvenes.
De modo que llegamos a la situación que la ministra de Educación, María Fernanda Campo, define como una de las mayores problemáticas del sector educativo y de la sociedad. Y evidentemente las soluciones no son fáciles.
Pues no es suficiente con acentuar en el currículo la educación en valores, aunque esta es, a no dudarlo, una de las tareas en las que debe trabajarse. Lo de fondo es que el país logre desterrar el flagelo que ha enfermado nuestro cuerpo social: la violencia crónica, estructural, de largas décadas.
En un país en paz, reconciliado, donde el respeto a la dignidad humana se asuma como parte esencial del imaginario social, las posibilidades de que la convivencia adopte un tono más tolerante en los centros de enseñanza serán obviamente mejores. El mismo discurso de los profesores contra el consumo de drogas pierde eficacia porque en los alrededores de muchos colegios se expenden con pasmosa facilidad los alcaloides.
La prueba más elocuente de que el problema de la violencia escolar se salió de madre y que se les escapó de las manos a los docentes es que ya en varios colegios han tenido que acudir a la vigilancia policial. Está, pues, la sociedad colombiana a merced de un fenómeno que no puede enfrentarse con opciones ineficaces. El antídoto es una sociedad pacífica, libre de narcotráfico, responsable y solidaria, donde las personas, incluidos los estudiantes, valoren la dignidad, lo justo y el respeto. Pero mientras logramos esto hay que tratar de avanzar buscando que docentes, padres de familia y medios de comunicación cerremos filas y hagamos causa común.
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