El Heraldo
Panorámica del tajamar occidental de Bocas de Ceniza, que desde Barranquilla (a la derecha) hasta la punta (a la izquierda) tiene hoy una extensión de unos 4,9 kilómetros. Charlie Cordero
Barranquilla

Vivir en la cuchillada del río sobre el mar

En el extremo de Bocas de Ceniza hay unas 44 casuchas, habitadas por un grupo de hombres que se ha especializado en pescar con cometa entre el río Magdalena y el mar Caribe. La mayoría ronda los 60 años.

- “El hombre no está hecho para la derrota — dijo —.
Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”, Hemingway.
- “Por amor a este lugar desharía el encuentro entre el río y el mar… el río y el mar (solo de guitarra)”, León Bruno.

En todo el filo de la cuchillada del río sobre el mar se ha formado un pueblo. Unas 44 casuchas de tablones decrépitos están regadas en la desembocadura del Magdalena en el Caribe. Las habitan viejos salados que no encontraron mejor opción para sacarse la sal que vivir de pescados. Promedian los 60 años, pero no hay que engañarse. Promedian un ‘chivo’ diario, unos 2 o 3 kilos de carne blanca que les saltan de las olas al sartén. “Eso lo deja a uno como un riel”, dice ‘Alcatraz’, el mejor pescador del barrio, quien tiene 66 años, un perro que se llama Whisky y dos novias, una de 26 y otra de 22 años. “Con esta temperatura, ¿qué más va a hacer uno?”, filosofa y sonríe, todavía orgulloso de su anzuelo natural.

Los brazos de ‘Alcatraz’ son iguales a los palos secos que sostienen las tejas de zinc de su rancho. Venían cargando dos misiles tornasolados, que todavía aleteaban y destellaban a lo lejos, cuando apareció caminando solitario en medio de la aldea de Bocas de Ceniza. Vestido de gris calcinado, con pelo gris, barba gris y gorra gris, él mismo parecía un gólem de ceniza llevando su presa a su cueva. “Ese tiene tres kilos — dice, mirando uno de los pescados que dejó tirados en un rincón entre tarros de agua dulce — Es el primer tiro que hice en la mañana. Me estaba esperando”. El tipo que viene en moto a llevarles a los restaurantes el fruto de su cacería matutina le pagaría $5.500 por kilo. Nada mal, pero Jaime García Mejía, como se llama el pescador con apodo de ave, ya tiene planes. Piensa enviarlo al más allá frito, con una libra de arroz y un termo de aguapanela con limón. “Yo como bien”, añade con un arqueo de sus cejas grises para despejar dudas.

Jaime García, mejor conocido como ‘Alcatraz’, camina por el tajamar que divide las aguas del mar y el río.

Desde este poblado, que es casi una isla en medio del mar, eso parece lo único que importa. No se alcanzan a ver edificios, ni cables, ni mucho más en un cielo azul infinito. Solo un par de pelícanos surfeando la brisa sobrevuelan las cabezas de vez en cuando. Más que esa cuchillada que menciona el himno de Barranquilla, visto desde Google Earth el tajamar parece un alfilerazo al exterior, o una aguja decidida a inyectarle un poco de negrura al mundo. Un poco de la basura y el sedimento que arrastra el río en sus 1.540 kilómetros de recorrido por cerca de 600 municipios colombianos, según la Cámara Colombiana de Infraestructura.

Desde aquí, el casco urbano de la ciudad está a unos 3,5 kilómetros hacia adentro. La línea recta que encauza al Magdalena convierte el horizonte en un yin yan de aguas de dos tonos. El camino de llegada a Bocas de Ceniza es una larga serpiente con piel de desierto, agrietada aquí y allá, con escamas de rocas amarillentas de un lado y algas verdes del otro. Separa el azul aguamarina del mar del marrón caféconleche del río. Les guarda un tesoro a quienes estén dispuestos a recorrerlo.

“Esto a mí me gusta y aquí muero”, dice cerca de la punta el pescador élite de Bocas de Ceniza. En medio de un repertorio de anécdotas mágicamente reales que reverdecen sus entusiasmos, ‘Alcatraz’ deja al desnudo el credo de su tribu. Tal como les pasa a sus vecinos, sus hijas suelen visitarlo y siempre lo regañan; le piden que se vaya a vivir con ellas a una casa en el barrio La Ceiba, que deponga el nylon y las carnadas y disfrute de una vida más tranquila, menos asoleada.

—   A mí me encanta el mar y el río… pa qué. Desde pelao me vine para acá y aquí estoy.

—   ¿Cuál te gusta más, cuál te da más?

—   Toditos dos me dan comida. Cuando el mar está malo, saco la pesca del río.

—   ¿Y cuándo el río está malo?

—   No, el río siempre tiene pescado.

A punta de cometa


Dos flacos idénticos, llamados ambos Dagoberto Tromp, tienden seis anzuelos a lo largo de unos 500 metros con ayuda de una cometa negra que se eleva por los aires. Jalan y tensionan cuerdas, amarran nudos, calibran, corren y saltan entre los peñascos del límite del tajamar, como si fuera el patio de su casa.

Tienen a sus pies el pleno encuentro del río con el mar, a un kilómetro del último vecindario de cambuches. Allí, el bamboleo de olas gigantes que estalla para todos lados confunde a cualquiera, comenzando por los peces. Un escuadrón de gaviotas acribilla  camarones, por ejemplo. “En la punta es donde más se coge. Haya marea o no haya marea, haya pesca o no haya pesca. Este es mi puesto”, dice el mayor de los Dagobertos, y en una sonrisa deja ver otra diferencia entre padre e hijo, además de las arrugas: al que tiene 54 años se le han caído varios dientes, entre ellos los del frente.

“Me he criado aquí”, había dicho Dagoberto hijo, 30 años, hace un rato, más atrás. Estaba lanzando la red bajo, con timidez, cerca de las rocas del lado del mar. Un buque rojo cortaba el paisaje a su espalda. De la espuma salada sacó un manojo de sardinas que resplandecían como lágrimas del sol sobre la arena. Estaban destinadas a ser carnada. Acumuló un montón de leña antes de venir a sumarse a su padre en la faena de pesca con cometa, en la que ahora demuestran una sincronización de equipo olímpico, a veces matizada por regaños tipo “¡Pon los pescados en la sombra!”.

Dagoberto padre tiene 33 años pescando en Bocas de Ceniza. Llegó un día y nunca se fue. Ya no se distingue el rojo del azul en el escudo del Junior en su gorra.  Aparte de Dago, tiene dos hijos más. El último, de 9 años, vive con la madre en Soledad, el municipio al otro extremo de Barranquilla y el río. “Es que allá puede ir a un colegio”, dice él. “Aquí todos somos separados”, había sentenciado ‘Alcatraz’. Lo que diferencia a un pescador del otro es el estilo.

Como maestro cometero, Dagoberto empieza la jornada desde las 5:00 am, todos los días. A veces se extiende más allá de las 6 de la tarde. Su talento está en saber esperar y reconocer el momento oportuno. Un buen día puede rozar una venta de $500 mil. “Cuando se mete pescao firme eso es dele y dele”. Después de asegurar uno para el almuerzo, vende el resto. “A veces se pierde y no se coge nada”, dice, sentado en un peñasco, con la línea de la cometa al frente, mientras su hijo rebana carnadas en una tabla.

La herramienta de pesca, la cometa, les dura alrededor de un mes. La hacen ellos mismos con bolsas negras y palitos que traen los remolinos del Magdalena. Sueltan los anzuelos en el río para que la corriente los empuje mar adentro, y luego maniobran la cometa para ir arrastrándolos hacia lo profundo. Funden pedazos de plomo en un molde para hacer las pesas que le atan a la cuerda, junto con una botella de agua, con el fin de que la carnada se hunda al alcance de las presas. Luego la tarea es esperar la vibración y retraer el nylon con destreza. Madeja de pita: 100 metros por $2.000. Botella de bóxer, $3.500. Seis anzuelos, $6.000. Nylon, $1.500 pesos cada metro. Con la captura de un chivo de buen tamaño, que se puede vender entero en unos $17.000, ya habrán recuperado la inversión en materiales para su actividad.

No hay camino
Los pescadores cometeros se ubican al extremo del tajamar occidental, en los 10 metros finales, donde se ensancha como un hongo. Enormes peñascos están desparramados como si el lugar hubiera sufrido un bombardeo, con prendas de ropa vieja, botellas, tarros y neumáticos metidos entre agujeros. Curioso rastro de turistas, pues caminar aquí se vuelve un acto de equilibrismo. Hay también un árbol de almendra que crece saludable y un lagarto despeinado que se asoma a mirar.

Es lo que ha quedado de los mordiscos del mar, que, según los pescadores de Bocas de Ceniza, ya le ha robado dos kilómetros a la obra original. “Los tajamares de hoy resumen un siglo de esfuerzos por domesticar la desembocadura del Magdalena y ponerla al servicio del comercio”, señala un texto de Rodolfo Segovia publicado en 1999 en la Revista Credencial Historia, que además advierte que es la única obra de ingeniería colombiana que puede verse “a ojo desnudo desde la Luna”. Los tajamares y el canal direccional del río fueron terminados en 1936, con el propósito de que la fuerza del agua se encargara de limpiar los sedimentos y mantener la profundidad para permitir el acceso de buques más grandes; en un principio el calado llegó a ser de 30 pies. La idea era que no se necesitara esa draga que hoy ha vuelto a convertirse en parte del paisaje.

Si alguien quisiera visitar a los habitantes de esa vieja gloria de la ingeniería, o ver a los maestros del arte de pesca que depende del viento, tendría que atravesar la zona industrial de la Vía 40, donde caen viejas empresas y se levantan edificios que prometen devolver la cara de la ciudad hacia el río. Está después de los restaurantes que flotan sobre la orilla de un barrio de calles destapadas llamado Las Flores. Desde allí hasta el borde son unos 4,9 kilómetros. En carro puede avanzar unos 1,4 kilómetros, hasta un primer grupo de casetas y restaurantes sobre el tajamar.

Las viejas iniciativas de turismo organizado quedaron en el pasado. Hoy hay un trencito adecuado por los residentes de Las Flores que, por un tiquete de $5.000, puede llegar más allá, hasta las puertas del pueblo de ‘Alcatraz’. Para eso sirven esos rieles que sustentan su metáfora y que recorren el interminable bulevar del progreso destartalado. Vías férreas negras y carcomidas como venas magulladas, partidos en varios puntos. Obligan a los que prestan el servicio de transporte a bajarse a cargar el vagón y, por tramos, llevarlo con todo y turistas sobre sus hombros.

Una imagen de una virgen sobre un pedestal redondo marca el fin de los rieles, cortados en el aire. Identifica al ‘pueblo’ de ‘Alcatraz’. La rodean la mayor concentración de casuchas, algunas de ellas con paredes de bolsas plásticas, otras con paredes pintadas en tonos pastel, otras con tablas y nada más. También está allí un edificio ruinoso de dos pisos, vieja estación de radio desde la cual se solía manejar la comunicación con los buques que entraban por el río. Luego hay una tienda, ‘La Sede’, que además de ofrecer el primer refugio público de sombra vende gaseosas, cervezas frías y bandejas de chivo frito con patacón, arroz de coco y ensalada por $15.000. De ahí en adelante el recorrido se va desmoronando, en palos que parecen una comparsa de culebras momificadas al sol. Una alfombra de chancletas plásticas, al parecer perdidas en todos los rincones de la Costa Caribe, es lo único que cubre la cordillera puntiaguda.

En el interior de la tienda-restaurante La Sede descansa Robin Beleño.

Viejo Lobo
El sonido de las olas baña las palabras de Jaime ‘Alcatraz’ García cuando se dispone a revelar el máximo secreto que lo ha consagrado como el mejor pescador de la zona, sin discusión. Al mediodía el sol está en lo más alto y algo de sombra oscura se asienta en sus arrugas, hondas como erosiones en una laguna reseca. Entonces lo dice: “Frutiño” (refresco en polvo) de naranja y mora. “Así como mancha las tripas, eso mancha el anzuelo y lo deja brillantico. Y no se quita. ¡Al pescao le gusta!”.

García pesca con lanzamientos certeros de ‘pollo’, un arponcillo de cerdas tinturadas que arroja con el brazo. “Los otros lo pintan con anilina, que es más caro y es opaco”. Mira el nivel de la corriente, elige el peso del anzuelo y de la precisión de su cálculo depende el éxito. A veces les engancha “cucayas”, pequeños cangrejos rojizos que podrían pasar por cucarachas. Es de Barrancabermeja, Santander. Su madre le lavaba ropa a “tenientes del Ejército en la Base Naval”. Él se escapó de la casa desde los 9 años y una familia del barrio Carrizal lo adoptó. En la adolescencia conoció Bocas de Ceniza. Aquí encontró un lugar. Se construyó su rancho con tablones. Usó pedazos de la vía férrea como soporte para hacerse un balcón con vista al mar. Ha tenido 12 hijos desde entonces. Las leyendas que rondan la mente del viejo pescador son muchas más, y las recuerda mejor que las ocupaciones de sus hijos.

Cuenta que una vez cogió un sábalo de 75 kilos, que estaba encuevado en un buque hundido al que había llegado a “poner cría”. Relata que otra vez vendió “un millón 400 mil pesos en tres horas”, a punta de róbalos de 15 kilos. Fue una noche de luna llena en que se fue hasta la punta y derrotó los temores de sus vecinos. “Se oía un silbido y la gente creía que era un espanto. Cualquiera se asustaba, yo no. Me puse en las piedras a ver de dónde salía y era el viento que le pegaba a una botella y zumbaba. Esa noche cogí como 15 róbalos con un compañero, y estábamos solitos”.

‘Alcatraz’ porta esos relatos como medallas, y los cuenta con una expresión de alegría que acentúa las zanjas en su piel tostada. Como otros aquí, pasa 15 días, un mes, o incluso más, sin salir a Las Flores. A diario llegan en moto provisiones de arroz, manteca, baterías o lo que cualquiera necesite. Sin que se le haya preguntado, explica que aquel que se lleva los pescados a los restaurantes se gana, al menos, $500 por cada kilo. Es lo que le dicen. Lo que sí le pregunto es, ¿por qué ‘Alcatraz’? García responde que lo llaman así por lo buen pescador; pero sus cuentos traen a la mente ese refrán que dice que “aquí el que menos corre, vuela”.

Olas de expectativa

El pescador Wilfrido de Ávila en la puerta de su casa.

“Lo que me gusta de este sitio es la paz que se respira aquí, la pesca y soñar con el ruido de las olas”, dice un aviso firmado por Gilberto Hernández, afuera de una de las casuchas. Como ese hay muchos en Bocas de Ceniza, pintados a brochazos irregulares. También hay otros del tipo “Se vende cometa grande” y “Aquí estuvo Willi y Chucho”, aunque son muchos menos.

Es una mañana de jueves con poco movimiento. Por una ventana se asoma Andrés De La Ossa, un pescador de 73 años. Fuma todo el día y anda lento, como esos buques que cada cierto tiempo pasan echando humo por el fondo. Sin embargo aclara que nunca ha sufrido achaques de salud. Tuvo tres hijos, uno de ellos murió. Está aquí desde el 68, y todavía pesca. Con ojos de animal herido, dice que fue el primero en llegar. Al comienzo vivió en la estación de radio, hasta que se empezó a caer, se salió y construyó su propio espacio al frente. Y advierte que será uno de los últimos en irse. “Mis hijos me regañan, que qué hago acá. Pero hasta que no vengan a arreglar, no me voy”. Habla de un dinero de indemnización o una pensión. Dice que la Alcaldía y la Gobernación han venido a censar la zona. Que han anotado el número de cada rancho, porque “todo va a desaparecer. Ni turismo va a haber”.

De La Ossa es de Cartagena. Llegó aquí por los pescados. Cuenta que en el 68 se aburrió de buscar trabajo y cogió el anzuelo de un amigo que le propuso venir a pescar. "Me dijo -allá se coge bastante pescado. El primer día cogimos mucho. El segundo, también. Me entusiasmé".

El agua es una eterna promesa. Ya se cumplió. Ahora, abrazado por la vejez, aspira a otra. Reconoce que este pedazo de tierra no era suyo ni de ninguno cuando llegaron, pero cree que, si los van a sacar, les tienen que "dar algo por todo el tiempo" que han vivido aquí. A fin de cuentas, allí donde hay comida hay gente. Y no quiere perder lo que sea que sea.

Andres De La Ossa, de 73 años, en su casucha.

Otro que espera es Jesús Omar González. Él tiene un panel solar que le costó $350.000, con el que carga hasta por 12 horas una batería con la que puede encender un pequeño televisor-DVD por el que pagó $250.000. Es el transmisor oficial de los partidos de fútbol. Es un caleño ajetreado que terminó como pescador en estas tierras por un amor que ya no existe. En su ciudad fue operario de máquinas de plantas industriales de empresas que dejaron el país. Lo dejó todo por venir a buscar a Asunción Coronado. Con ella tendría cuatro hijos, pero no encontraría más empleo como operario. "Vi que esto era rentable. Me salía mejor que estar rompiéndome el cuero", dice, ahora quemado, en su cajita de fósforos. Se separó de su esposa por el motivo más común del mundo: "cuestiones de la vida". Y por eso sigue aquí, viviendo al frente De La Ossa, recordando el tema con indiferencia y hablando de papeles para organizarse con sus demás vecinos y colegas.

"Van a hacer una carretera de allá hasta acá. Para que los barcos que no pueden entrar descarguen aquí". Aunque no usa las palabras "Superpuerto", De La Ossa sabe de lo que habla. Parcialmente. Se trata de un proyecto que lleva años sobre el papel, de documentos y titulares de prensa. Contempla inversiones por 830 millones de dólares para lograr un puerto de aguas profundas, con un calado superior al del Canal de Panamá, que permita el acceso de buques mucho más pesados. La Sociedad Portuaria Bocas de Ceniza es titular del Contrato de Concesión N° 23 del 21 de agosto de 1998, firmado con la Superintendencia de Puertos y Transporte y prorrogado hasta 2055. Proyecta generar cerca de 10.000 empleos. Pero ahora mismo se encuentra a la búsqueda de un socio internacional para la financiación. La fecha de inicio depende de que se encuentre, o no, ese aliado.

El río atrás de la tembleque casucha de el viejo parece más potente que el mar. Olas se inflan en silencio como si un coloso estuviera en el fondo respirando, a punto de levantarse, pero nunca lo hiciera. Ninguno de los pescadores dice sentir temor de dormir zarandeado por dos de las principales fuerzas hídricas de Colombia. El agua da vida, sí, pero su poder también ha sido la explicación mítica que diversas culturas les han dado a los cataclismos a lo largo de la historia; y cada día demuestra su capacidad de destruir, con arroyos e inundaciones arrasadoras.

Aunque haya marea alta, aunque haya tormenta, tanto De La Ossa, como 'Alcatraz', como todos, dicen dormir "sabroso", tranquilos en los camarotes de sus casas de dos o tres metros sin ventanas. Quizá no les queda más que estar aquí, en el único lugar que encontraron. Una tribu de pescadores viejos y solos sin más opciones que esperar el pescado de cada día, y seguir cruzando los dedos cada noche. Entre las furias del mar y el río y el olvido. Condenados a seguir soñando con que cazan a su Moby Dick.

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