El Heraldo
Un grupo de jóvenes observa el pueblo desde la loma en la que tuvieron que refugiarse hace cinco años. Orlando Amador
Barranquilla

Solo la Virgen del Amparo quedó seca en Barranca Vieja

El corregimiento de Calamar, Bolívar, quedó completamente inundado con la ola invernal de 2010 Cinco años después, aún no han podido recuperarse.

Los habitantes de Barranca Vieja se acuestan a dormir con la idea de que en algún momento pueden volver a inundarse. Se han obligado a pasar sus noches con un sueño liviano, de esos que mantienen el cuerpo en alerta ante un pequeño ruido o un ligero zumbido.

Esta sensación de duermevela quedó instalada en el subconsciente de sus habitantes desde que el río Magdalena irrumpió en el pueblo el 4 de diciembre de 2010 –cinco días después de la inundación de Santa Lucía–, durante la ola invernal causada por el fenómeno de La Niña. Según los moradores el agua alcanzó cerca de un metro y medio de altura.

Este corregimiento, jurisdicción de Calamar (nororiente de Bolívar), fue uno de los afectados por la catástrofe natural y sus cerca de 2.000 habitantes hacen parte de los 577.952 damnificados que tuvo ese departamento de la Región Caribe.

La franja occidental de Barranca Vieja colinda con el río. Hay un muro de contención de unos dos metros de alto que evita que se desborde. Sin embargo, hay una zona de 200 metros donde la ‘muralla’ desciende abruptamente hasta que queda prácticamente a nivel del cuerpo de agua.

Los barranqueros llaman al sector El Remolino, porque justo enfrente las tarullas dan vueltas en círculos, como hipnotizadas por un vórtice invisible. Óscar Amor explica que esa falla en la contención es la que los mantiene en vilo por las noches.

“Han venido de universidades, han llegado doctores de no sé qué parte y han venido políticos a ver esto. Todos han hecho estudios y promesas, pero hasta ahora ninguno se ha manifestado”, afirma el hombre dejando las chancletas en la orilla y haciendo equilibrio para entrar al río.

El pescador lleva un palo atravesado detrás del cuello del que penden en cada extremo una pita, amarrada a un trozo de madera que agarra un calambuco plástico con la parte superior descubierta.

A orillas del río, pero sin agua
Amor entra un par de metros en el agua, hasta que llega a una profundidad en la que puede agacharse y llenar ambos recipientes. Con ese líquido va a satisfacer varias necesidades básicas (como cocinar, bañarse, lavar la ropa y consumirla)  después de ‘purificarlo’ con cloro.

“Nos toca así porque hace años metieron los tubos del acueducto, pero nunca los pegaron a las casas. Aquí no sabemos lo que es el agua potable”, señala el hombre de 55 años haciendo un esfuerzo por salir del barro.

Ese sitio de acopio de agua sirve también como embarcadero. En 1812, el Libertador Simón Bolívar estuvo de paso por Barranca Vieja. Ahí tomó un barco que lo llevó a Salamina (municipio ribereño de Magdalena) para inspeccionar unas fortificaciones que el ejército libertador había arrebatado a los realistas (simpatizantes de la corona española) de Santa Marta.

En la plaza del pueblo –de ascendencia negra– hay un busto de Bolívar montado en un pedestal y en una de sus caras una placa atestigua su visita y convierte al lugar en parte de un recorrido virtual llamado la ‘Ruta del Libertador’.

Al frente de la escultura está la iglesia y en ella una efigie de la Virgen del Amparo, la patrona del corregimiento. Cuando ocurrió la inundación, la posición de las imágenes permitió que fueran las únicas que quedaran secas.

Juliana Torres vive a unos 300 metros del templo católico. Sentada en la sala de su casa aún escucha el ruido estridente de las campanas de la iglesia tañendo enérgicamente para avisarles que el agua había entrado por el lado del puente que une al Atlántico con Bolívar, por la vía Oriental.

La tragedia
Eran las 12 de la noche de un viernes que estaba haciendo la transición a sábado. Las calles estaban solitarias, el silencio solo era roto por la música que salía de una tienda que hacía una buena venta con algunos presentes tomando licor.

“Al principio nos levantamos asustados por el ruido de las campanas. No entendíamos qué estaba pasando”, recuerda Torres, una morena delgada de 56 años.

La ama de casa está sentada en una silla plástica con remiendos en varios lados. La estancia es oscura con haces de luz que entran por huecos en el techo de paja. Las paredes de la vivienda están hechas con troncos de árboles recubiertos con un barro seco que empieza a agrietarse por la inclemencia del sol.

En el rostro de la mujer se adivina el dolor por recordar uno de los episodios más difíciles de su vida. “Aquí se perdió todo, de vaina no nos perdimos nosotros. Se nos murieron las gallinas, los puercos y el ganado. Hasta los chismes (utensilios de cocina) se nos fueron”, es lo primero que atina a decir despacio, con la misma tranquilidad con la que pasa el Magdalena en esa zona.

Torres cierra los ojos y vuelve a escuchar el “zumbido” que la hizo coger a sus nietos, una hija recién parida y algo de ropa antes de huir. Esa madrugada corrió con todas sus fuerzas, pidiendo auxilio y tropezando con otros habitantes hasta que llegó a una loma, al igual que las cerca de 400 familias del poblado. Desde ese montículo observaron impotentes cómo el barro se tragaba a Barranca Vieja y sus más de 200 años de historia, con todo y campaña libertadora.

“Eso fue grande, no es lo mismo contarlo que verlo: la gente con el agua que les iba subiendo, las campanas sonando. Era terrible. Incluso Pura Pérez se murió de un infarto por la impresión”, relata la mujer con la paciencia de quien ha contado la misma historia muchas veces, así fuera en la mente.

La vida en cambuches
Los pobladores se establecieron en la colina. Construyeron cambuches improvisados con troncos que cortaban y tejas que podían conseguir de los restos de las casas. La mayoría perdió todo: electrodomésticos, muebles, animales domésticos, ropa y cultivos.

Incluso manifiesta que la hija que estaba con ella quedó con un trauma y una psicosis nerviosa. “A veces se ríe sola y sale con unos cuentos raros”, dice en un susurro, poniéndose una mano alrededor de la boca para que la no escuche Francia, acostada en una de las habitaciones.

La difícil situación no hizo que los moradores perdieran su devoción por la virgen. “Íbamos a darle vuelta en botes para orarle y el día de su fiesta (6 de enero) nos la llevamos para el monte. Nos quedamos con ella hasta que el agua bajó”, manifiesta la madre de siete mujeres.

Al igual que el río, esa aparente calma de Torres en la superficie guarda un torrente, en este caso de rabia por el abandono al que, asegura, han sido sometidos por el Gobierno. “Tuvimos que hacer nuestras necesidades en el agua. Estuvimos cuatro meses (hasta abril de 2011) en esos cambuches aguantando calor, esa no es manera de vivir”, suelta con furia contenida.

Cuando regresó a su casa el panorama era desolador. Al ser de barro, el agua se había comido la mitad de las paredes y solo quedaba un lodazal que embarraba a los sapos y culebras que se habían acomodado en las dos habitaciones.

“Yo lloraba pero mi marido me consolaba: ‘tranquila mija, que mis hijas nos van a ayudar, vamos a sacar el barro mejor’”, narra la ama de casa con la vista fija en un punto indeterminado, abstraída.

Al principio le tocó dormir en el suelo húmedo. Su esposo le construyó una troja  (estructura artesanal hecha con troncos atravesados, a manera de cama) para que sus nietos y ella no tuvieran que dormir sobre la tierra.

“Poco a poco he ido recuperando algunas cosas con la ayuda de mis hijas que se fueron a trabajar a Barranquilla —dice y va señalando a diferentes rincones de la estancia a medida que va mencionando los objetos—. Esa nevera que está ahí me la regalaron de segunda, al igual que el televisor. También me compraron los chismes, los colchones y las camas”. 

El sustento diario de su vivienda depende de lo que le mandan sus hijas y del carbón vegetal que hace su esposo y que ella comercia en Calamar, a unos 14 kilómetros de distancia.

De esos días le quedaron las manías de levantarse a las cinco de la mañana, hora en la que empezaban a pasar sus vecinos en burros y para que no la vieran dormir a la intemperie, se obligaba a pararse, y subir los utensilios de cocina sobre las vigas cuando no los está usando. “Todos lo hacemos en el pueblo, al toro no lo capan dos veces”, dice, cobijada bajo la sabiduría popular.

La ayuda del Gobierno
La mayoría de los barranqueros tuvieron que resurgir solos, con el apoyo de familiares, como Juliana Torres. Las ayudas del Gobierno Nacional no alcanzaron a llegar. Alberto López, líder comunal, explica que el Fondo Adaptación construyó 88 casas palafíticas, a las que los moradores llaman “palomitas” por su similitud con las viviendas que erigen para esas aves.

“El Fondo quedó en construir 196 palafíticas más y el operador de la obra iba a ser Comfenalco Bolívar, pero hasta ahora nada. También se iban a entregar $2.400.000 a cada casa para que se le hicieran mejoras, pero no han dado ni un peso”, explica visiblemente disgustado el hombre, al caminar por las polvorientas calles del poblado hacia otra obra: una institución educativa palafítica de 1.226 metros cuadrados.

El colegio debió ser entregado el 30 de octubre pasado, pero el contratista, Construcciones e Inversiones Beta, se ha excusado por la demora y hasta el momento los moradores no tienen una fecha clara, lo que se suma a su molestia de que la institución se llame El Yucal, como un corregimiento vecino.
“De nadie viene ayuda. Ni de Calamar, ni de la Gobernación de Bolívar ni de la Nación. Estamos olvidados”, sentencia López.

Una de las personas que espera que el Estado se apiade de su situación y le tienda la mano es Noemí Escorcia. Al igual que Torres, perdió todo en la inundación y su casa de bahareque “parecía el esqueleto de un pescado” cuando el agua regresó a su cauce.

“El día del desastre me fui para Calamar como a las 7 de la mañana. Llegué a la casa de una de mis hijas llena de verdín. Allá me pude lavar y salí para Barranquilla”, cuenta Escorcia sentada en el umbral de su puerta.

“Estaba sin chancletas, llena de lodo, parecía una loca”, grita desde algún lugar de la casa Ana Luz Obeso, la nuera de la mujer.

La brisa que viene del río ondea su cabello blanco. Cree que el Gobierno no ha hecho más que burlarse de ellos. “Dos veces nos han censado para darnos ayudas pero nada. Si no fuera por el subsidio de la tercera edad que recibo, hace rato nos hubiéramos muerto, sobre todo en esta época donde no hay cosechas y estamos sin trabajo. Mi marido tiene 70 años ¿para dónde voy a mandar a ese viejo a trabajar?”, se pregunta la ama de casa, madre de 9 hijos.

A las condiciones precarias y de abandono que soporta Barranca Vieja se suman dos problemas puntuales: la falta de un puesto de salud y el mal estado de la carretera para llegar desde el municipio, el único punto de acceso diferente al río.

Alberto López señala que la casa donde se brindaba asistencia médica está abandonada desde hace muchos años. En su interior solo hay escombros, hojas secas y restos de los vidrios que han roto jóvenes “necios” del poblado. “Tenemos un grave problema y es que cuando alguien se enferma toca llevarlo a Calamar, pero la vía parece un campo de batalla, con huecos por todos lados y corremos el riesgo de accidentarnos por estar corriendo”, explica el líder.

“Estamos solos y tenemos que arreglárnosla como podamos”, puntualiza López.

La mejor vía de comunicación que les queda a los barranqueros es el río, el mismo que transitó Bolívar y les ha dado el sustento durante muchos años, pero también el mismo que una noche de diciembre se volvió su enemigo por los caprichos de una Niña incontrolable.

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