Barranquilla

Relato de un sobreviviente del campo de Auschwitz

Mario Lustgarten, judío polaco, de 89 años, vive en Barranquilla desde hace 67 años. Entrevista en conmemoración de los 70 años de liberación.

Mario Lustgarten tenía 13 años cuando el ejército Alemán invadió su ciudad, Starachowice, Polonia, en 1939. Después de dos meses de estar ahí, los alemanes empezaron a obligar a los judíos adultos a que usaran la Estrella de David en el brazo para que pudieran ser identificados con facilidad. Así, en aparente normalidad, pasaron un poco más de dos años hasta que en 1942 los invasores decidieron desalojar la ciudad  y enviar a los judíos a los campos de concentración.

Mario Lustgarten tiene hoy 89 años, habla pausado y pese a los achaques y todo lo vivido, conserva intacta una lucidez que le permite recordar las fechas exactas de las experiencias que tuvo. Un tatuaje en el brazo izquierdo es la marca que no le deja olvidar las atrocidades de una época y una guerra que le tocó vivir, siendo todavía un niño.

El día de la expulsión. Eran las cuatro de la mañana, de un día de octubre, cuando las SS –‘Escuadras de Defensa’-  iniciaron el Holocausto en Polonia. Ese día, Mario y su hermano Ariel, fueron llevados ante la Gestapo (Policía Secreta Nazi) para decidir su futuro.

Un día antes, su padre, que era sastre, les había encomendado la tarea de ir a colocarles las insignias a los uniformes del ejército alemán. Ellos no pudieron regresar esa misma noche, porque se les hizo tarde, así que durmieron en las instalaciones del ejército. Al día siguiente, cuando iban a regresar, un colega de su padre, que hacía botas para el ejército alemán, les avisó que estaban sacando a todos los judíos de la ciudad. De inmediato, Mario y Ariel fueron llevados a la plaza principal. Al llegar, un alemán que tenía en sus manos una lista de personas con profesiones que le fueran útiles al ejército, les dijo que los nombres de Ariel y de su padre, Efraím, estaban en ella, pero el de Mario no.

Antes de que empezaran los nervios, un oficial de la Gestapo se acercó y le dijo al oficial que lo dejara pasar aunque su nombre no estuviera reflejado en lista, ya que era menor de edad. Su padre, que de antemano sabía que por su profesión se podría librar de una muerte segura, prefirió quedarse con su esposa y con sus otros hijos pequeños. Sin embargo, Mario y Ariel no los volvieron a ver ni supieron con certeza cuál fue su suerte.

Mario, sin asomo de sentimentalismo, cuenta que después lo llevaron, junto con su hermano y otras personas, a un campo abierto y los pusieron a correr. Los soldados ucranianos, bajo las órdenes de los alemanes, abrieron fuego contra ellos indiscriminadamente. En medio del frenesí, Mario cae al suelo, pero logra incorporase con gran agilidad. Luego, él y su hermano son heridos con una esquirla de metralla de una granada que habían lanzado; sangran, pero son heridas leves.

Después de una hora, llegaron a un campo de concentración que habían preparado los alemanes. Ahí vivirán dos años haciendo uniformes y trajes para los oficiales y guardias.

Una noche de 1944, a la una de la madrugada, Mario y Ariel se unieron a un grupo, de  aproximadamente 2.000 personas, que se estaba escapando por un hueco que habían hecho en una de las mallas de protección que rodeaban el campo. En medio de la carrera, Mario tropezó y cayó, su hermano no lo vio y logró escapar. Los ucranianos “lanzaron las luces de bengalas  y empezaron a disparar; mataron a 12 personas”, expresa Mario. Como pudo, se lanzó al suelo y fue capturado de nuevo, junto con la mayoría de personas.

Llegada a Auschwitz. Después de unos días de incertidumbre y de no trabajar, subieron a Mario y a todos los demás en unos ferrocarriles que utilizaban para transportar carbón. Su destino: el campo de concentración de Auschwitz. Se convirtió en un número más, entre un millón trescientas mil personas que se calcula fueron enviadas allí por el Ejército Nazi. No solo judíos, también había eslavos y prisioneros de guerra.

Mario lleva en el brazo el tatuaje puesto en Auschwitz.

En ese campo estaban polacos profesionales pertenecientes a familias importantes, gitanos  y 80 mujeres, aproximadamente, según recuerda Mario en una oficina en Barranquilla. Solo unos 200.000 sobrevivieron a las cámaras de gas y los otros métodos de exterminio de Auschwitz. Y unos pocos, entre ellos Mario, han sobrevivido al paso del tiempo para recordar sus horrores hoy, en el aniversario número 70 de la gran liberación. En Colombia solo hay cuatro registrados, aparte de él.

Mario hoy tiene la cabeza vendada por un procedimiento médico, pero destapa sus recuerdos con claridad. Recuerda que apenas ingresó al campo de concentración, fue llevado a que le rasuraran la cabeza, entonces joven y desprovista de las manchas y arrugas que hoy la definen. Luego, lo hicieron desnudar para bañarlo y rociarle insecticida. Inmediatamente después, lo trasladaron a que le tatuaran un número en el brazo izquierdo.

En el centro del campo, los oficiales comenzaron a clasificar individuos por edades y por salud; los más jóvenes y aptos para trabajar en un costado y los demás, incluidas mujeres mayores, en otro. A estos últimos los trasladaban para dos crematorios en donde eran asesinados en duchas simuladas con gases. Mario no sabía en ese entonces cómo funcionaban los crematorios, pero suponía lo peor al ver que la gente que ingresaba no salía. Después, a las personas muertas las montaban en un elevador que los llevaba al piso superior en donde les quitaban, si tenían, los dientes de oro o lo que tuvieran de valor en el cuerpo.

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Mario arrastra las erres, en un tono que devela su ascendencia polaca. Se palmotea y muestra el signo del holocausto en su brazo, mientras prosigue su relato. Afirma, que un día,  los visitó en el campo  Josef Mengele, medico infame de la SS, para “llevarse a personas con problemas físicos y malformaciones para ser estudiadas y analizadas” en sus laboratorios. También “decidía quien vivía y quien moría”.

El 27 de enero de 1945, “llegaron los rusos al campo y sacaron a todas las personas que aun tenían fuerzas para caminar”. Les dieron algo de comida para que pudieran andar durante cuatro días. Algunos no aguantaban y fallecían en el camino. Esa también era una de las famosas “Marchas de la Muerte”, dice Mario. Luego, fueron montados en un ferrocarril y lo llevaron a otro campo en Checoslovaquia. Allí duraron hasta abril,  en donde se enteraron de la muerte de Roosevelt.

De nuevo fueron obligados a caminar y durante un periodo de tiempo dormían en el bosque. El primero de Mayo los tanques rusos llegaron a Polonia, pero Mario no quería regresar a allá. Como pudo, convenció a uno guardias que lo camuflaran y lo llevaran a Alemania.

Después de viajar por gran parte de Europa, Mario logra llegar a Londres y vive tres años ahí; ya se ha enterado antes de que su hermano está vivo y que vive en Israel, y también es consciente de que tiene un tío en Colombia.

Por otro lado, su hermano Ariel había podido lograr llegar a Israel, en donde vivía con un tío. Allí aprendió electricidad, se casó y tuvo familia.

Mario salió en barco desde Londres en 1948 y llegó a Panamá, posteriormente tomó un avión con destino a la ciudad de Barranquilla. Aquí vive desde entonces.

En el año 1954, Ariel viaja con su familia desde Israel a Barranquilla, buscando un mejor futuro. Ahí se encuentra con su hermano Mario después de tanto tiempo. Esta ciudad se convirtió en el hogar de los sobrevivientes. Y lo sigue siendo para Mario. Un deportista de 89 años. Práctica natación a diario, a eso le atribuye su buena salud. Muchos se asombran cuando lo ven, sin saber la historia que carga a sus espaldas, pues el único rastro es un número tatuado en el brazo. Sigue imborrable, como las cicatrices en su memoria.

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