El Heraldo
Barranquilla

Postales (macondianas) del mayor desastre del Atlántico

El espíritu Caribe es capaz, muchas veces, de abrirse paso en medio de la tragedia. Testimonios de ello han quedado consignados en el amplio cubrimiento que viene haciendo EL HERALDO de la ruptura –hace cinco años- del Canal del Dique y sus consecuencias.

El editor jefe del diario reconstruye algunas de las historias que registró en distintos momentos de ese cubrimiento, como redactor de esta casa editorial.

Vamos por el único pedazo de tierra medio-seca en el sur del Atlántico cuando nos topamos con el ‘Arca de Noé’. La carretera oriental es una lengua gris que se alza entre el pantanal de babas que deja el río Magdalena por un lado, y por el otro el Canal del Dique, reventado hace 22 días. Copas de árboles y techos de casas flotan, como brócolis y papas sobre un consomé de recuerdos: televisores, colchones, neveras, portarretratos, huesos y carne de mascotas hundidas al fondo. A lo largo de 5 municipios se repite la misma sopa de miseria. La monotonía del drama solo es desafiada por el arca y su tripulante, un tartamudo que no se llama Noé sino Israel, y que encarna un milagro más terrenal que bíblico: poder reírsele en la cara a la tragedia.

Un tablón que sale de la embarcación hasta la vía sirve de puente de acceso. Dos zancadas y se está adentro. ‘El Arca de Noé’, se lee en letras rojas y temblorosas, también tartamudas. Hay televisor, radio de pilas, dos colchonetas, un sartén, parrilla, tres botellas de aceite, 5 kilos de arroz, límpido, bolsas de azúcar, tres hamacas, una moto, calzoncillos y botas colgadas. Pero no hay rastro de animales a la vista; aparte del incalculable cultivo de renacuajos que pasa en los charcos a los pies de Israel Cabarcas. El arca de la Biblia albergó una pareja de cada especie de animal, este es apenas su hogar flotante y no es de madera, sino de latones oxidados. Pero ambas comparten una cualidad esencial: son las únicas salvadas -con total certeza- de los estragos de las aguas.

“Puede subir lo que quiera el agua, que a mí no me lleva”, Israel estalla en una carcajada, y resulta imposible imaginarse al Noé de las películas de Semana Santa así, gozándose tanto el estar a salvo frente al mundo inundado a sus pies. El Arca de Israel es una barcaza para irrigar cultivos de melones de la finca Cancún, donde trabajaba como administrador. La acondicionó con todo lo necesario para pasar los días y las noches, y mantenerse a flote, suban o bajen las inundaciones. Se quedó para cuidar lo que el agua no se llevó. Envió a sus dos hijos y su esposa a casa de un primo en Cartagena. Lleva casi un mes navegando sobre una de las mayores tragedias ambientales en la historia de Colombia, y no deja de hacer bromas tontas de tema religioso. “Vengan paticos, vengan –dice, intentando atraer con un cuchillo y un tenedor a una pareja de gallinas- que acá no les va a pasar nada”. Y se sienta y se ríe.

Desde los helicópteros y avionetas el Atlántico se veía como un pesebre encharcado. Perdí la cuenta de los sobrevuelos que hice como parte del cubrimiento para el diario EL HERALDO, pero el recuerdo de las imágenes sigue nítido. Eran más de 13.000 viviendas en medio de un pantano de aguapanela, que seguía nutriéndose con un chorro que brotaba por el “boquete”, el título que recibió el hueco que se abrió en el muro de contención de un brazo del río Magdalena. Cuando en el inicio de una misión periodística conocí a Cabarcas, habían transcurrido dos semanas tras la ruptura del Canal del Dique en el límite con Bolívar, ocurrida el 30 de noviembre de 2010. Ya se contabilizaban más de 185.000 afectados, y seguían goteando; casi como si quedaran bajo el agua dos estadios Metropolitano llenos para un concierto de Lady Gaga. Y acá estaba uno de los damnificados, muerto de la risa. Bromeando sobre diluvios universales, a ritmo entrecortado, con un par de periodistas. Exorcizando las angustias por todo lo perdido, con la felicidad de estar vivo -y burlándose- en el centro del invierno más terrible de los últimos 20 años.

Esa era una de las postales reales, firmadas en magia natural, que se podían encontrar debajo del baño de desgracia que cubrió Manatí, Santa Lucía, Campo de la Cruz, Candelaria y Repelón. Cuando la tragedia colisionó con la comedia, impregnada en el espíritu de muchos costeños, se liberaron chispazos horriblemente ingeniosos: perros con delirio gatuno, una Julieta invernal, un muñeco de año viejo inmortal, una damnificada embargada y una panadería con nombre de cuento. Como Israel, que de algún modo presagiaba que su historia sería contada. No solo en ese 12 de diciembre que se publicó por primera vez, sino de nuevo en 2012, en el segundo aniversario del caos, como símbolo de la pujanza de su pueblo, Suan, ante la calamidad. Y ahora. Cinco años después del mayor desastre natural de la historia del Atlántico, el signo de la tragedia se ha invertido.

Hoy Atlántico está seco, y las historias empapadas han dado paso a otras sedientas y desérticas. El departamento no se había alcanzado a recuperar de las travesuras de La Niña cuando lo cogió El Niño. De un drama a otro, el contraste sirve de retrato de todo lo que puede acarrear la falta de previsión y reacción estatal ante las emergencias, y cómo la gente halla la forma de sobreponerse por sí misma.

2010 –Amores perros en Campo

En Suan se encendieron las velitas un día antes del 7 de diciembre de 2010. Un ritual sobrio, sin licor, pólvora ni música. Todo a su alrededor estaba oscuro e inundado, pero sus 9.000 pobladores contaban todavía con suficiente terreno seco para tender líneas de llamas y recibir la aurora con pasarelas doradas. Por eso decidieron adelantar la tradicional celebración costeña de ‘la noche de las velitas’ y hacerla en la madrugada del día anterior, con la procesión, para pedirle a la Virgen de la Inmaculada Concepción que “el milagro” se mantenga. Buscaban contradecir a punta de oraciones los pesimistas pronósticos satelitales. Mostraban una fe impermeable, a prueba de agua. El balance final dirá que se inundaron 35.176 hectáreas, un territorio equivalente a cinco veces el área de Barranquilla. Y el casco urbano de Suan logró mantenerse como una manchita seca en un mapa que empezaba a mutar.

En Campo de la Cruz, en cambio, solo quedaba agua y perros flacos muriendo por todos lados. Los veías pelearse pellejos de vacas en charcos negros. Tambaleando en las esquinas, intentando reproducirse en bulevares o amontonándose en jardines convertidos en islas de cemento. Estos símbolos de lealtad, reducidos a espectros decadentes, eran los últimos habitantes de un paisaje apocalíptico en clave “Waterworld” de Kevin Costner.

Podían ser 400, 500… las mascotas de todo el pueblo, de los 19.000 pobladores que se fueron. Muchos son callejeros, pero la mayoría fueron abandonados por sus dueños cuando huyeron de esas aguas que quedaron estancadas, pudriéndose. Se les nota que tuvieron nombres en los collares que se les van quedando anchos hasta colgar de los huesos. Sobrevivían brincando en el archipiélago de techos abandonados; mirando y mirando a ninguna parte. Si pudieran, sin duda estarían: a) añorando una llanta que terminara su agonía sobre la vía Oriental. b) lamentando una verdad incómoda que sacó a flote la inundación sobre el refrán que dice que “el perro es el mejor amigo del hombre”: el hombre no es el mejor amigo del perro.

Hay otros que también permanecieron en ese fangal antes conocido como Campo de la Cruz. Maryorie Muñoz nunca se fue. En un balcón encontró un nido para un romance de 30 días sobre la ciudad sumergida. Se quedó viviendo en el segundo piso de una casa inundada. No por heroísmo o apego. “Me quedé porque no tenía para donde agarrar”, dijo.

La escalera que llevaba a su versión de salvación de las aguas era de palos que rechinaban y temblaban. Para llegar, se debía caminar por toda la laguna urbana, verde y revoloteada por moscas, entre futuras tilapias con pinta de sarapicos y renacuajos que acariciaban las pantorrillas. Maryorie tenía 34 años y 4 hijos que sostenía barriendo y lavando ropa. La embadurnada casa que convirtió en guarida es una de las que solía trapear para vivir. La dueña le ofreció la segunda planta como albergue provisional, a cambio de que vigilara los muebles que dejó guardados en el primer piso a modo de bodega subacuática.

Maryorie envió a los niños a un cambuche en la carretera con la abuela, para compartir su balcón con su novio. Es Manuel Pacheco, un mototaxista de 25 años que dejó de serlo porque perdió los documentos de la moto en la inundación. Tuvieron que matar tres culebras que subieron buscando refugio y amenazaban con interrumpir su idilio en la galería de mármol y flores azules, palacio de los amores empapados de la última habitante de una Atlántida costeña. Allí estaría hasta que se secara todo y debiera volver a su casa, más parecida a los tugurios de plástico a los que tuvo que enviar a sus hijos.

No consiguieron cupo en los albergues, hogares transitorios ubicados en colegios en zonas menos mojadas; tal vez demasiado. En total 90 instituciones educativas fueron usados como hogar de paso para que las familias afectadas pasaran allí la Navidad más rara de su historia. Aunque el agua sepultó medio Manatí, hubo zonas que permanecieron extra-secas donde los damnificados cumplían, entonces, ya casi dos sedientos meses.

Barrios de plásticos negros, que en vez de árboles estaban sembrados de torres de pupitres apilados. Cercados por hileras de tanques vacíos y caras aburridas como la de una mujer escuálida y arrugada llamada Helena Tapia. Con las casas inundadas, pero las gargantas secas. Había un tipo de agua que abarcaba todo por todos lados, pero pocos tenían dinero para pagar la que servía. “Es para cocinar y tomar porque para bañarse uno va al jagüey.  El colmo, con tanta agua y uno muriéndose de sed”.

2011 – El vacile seco y una marimonda

En un albergue de Puerto Giraldo, corregimiento de Ponedera, suena una canción que nadie baila. Un punteo de guitarra que se va agudizando y acelerando hasta que lo consume una descarga de tambores en medio de un bajo hipnótico. Ya estamos en enero de 2011 y se empieza a asomar febrero. Hace semanas que no llueve. Palmas secas, niños barrigones, humo de leña, arena ardiente, sed, hambre, caras lánguidas. El ritmo conjuga todo lo necesario para transmitir la sensación de que estamos ante un pedazo de África incrustado en Colombia.

Aquí la champeta opera como banda sonora festiva del drama. Pero no alcanza a entusiasmar los cuerpos. Un computador conectado a una red de parlantes, y un ventilador, le bastan a Deivis Payares para esparcir su terapia musical. Analgésico melódico para quienes llevan semanas reclamando suministro de agua, y tienen las ilusiones ahogadas desde que la corriente los terminó de hundir en la pobreza. Él tiene 22 años, ojos y boca alargadas y al menos 4 apodos reconocidos: el propio malambito, yoyiyo, el gato y Comegato. Aunque por micrófono insista que en realidad es “el man más vacilador de los damnificados”. Programa sesiones musicales desde un cuarto de 2 metros de estrechez al fondo del colegio Técnico Agropecuario, todos los sábados de 9 de la mañana a 2 de la tarde. Cuando las inundaciones lo confinaron al albergue, se apropió del centro de emisión de la radio estudiantil: un pc que tiene “como 5.000 temas”. Complace las solicitudes de canciones o saludos de quienes le traen nombres anotados en papeles, porque no hay teléfono.

 

Con la ruptura del Canal del Dique las aguas del Magdalena se han extendido por los cascos urbanos de siete de los 23 municipios del Atlántico. El agua todavía mana por el boquete, aunque han pasado días, semanas, litros y chorros. El departamento se está llenando desde abajo, primero con furia, luego lenta e irremediablemente. Ponedera es uno de los que permanece en la parte seca del mapa. Como los demás, se ha convertido en receptor de un aluvión de damnificados que excede toda capacidad de atención. Nacen por doquier barrios de cambuches.

Vamos dejando atrás las zonas anegadas cuando nos topamos con un ‘muñeco de año viejo’ que sobrevivió a la ola de ataques pirotécnicos del 31 de diciembre. Está a un lado de la carretera. Sus entrañas son hojas secas y no pólvora; su cara es un calabazo; y en lugar de botellas de licor sostiene un plato de icopor en las manos. Es el año viejo de los damnificados, desplazados de sus hogares por las inundaciones. Como la tragedia sigue viva, el muñeco también. Su creadora es Osiris Muñoz, una mujer de 55 años que salió muy tarde de su casa en Manatí, y no consiguió espacio para ubicar las colchonetas de su familia en un albergue. Fabricó su Frankestein invernal y le colgó atrás el mensaje “aquí hay damnificados”, para llamar la atención hacia la casita de palos enclenques que construyó al pie de una finca. Aquí encontró un lugar para ella y sus 4 hijos cuando el agua la hizo dejar todo atrás. “La gente pasaba con mercados y no nos dejaban nada, no sabían que estábamos aquí”. Osiris dice que solo quemará el muñeco cuando queden atrás los pesares, cuando el agua se seque y recupere su casa y su vida. Eso podría ser nunca. Hasta ahora no ha visto nada de ayudas gubernamentales. Teme que llegará el Carnaval y seguirán aquí, apretados a un costado de la vía, con el muñeco sonriendo. “Tocará disfrazarlo es de marimonda”.

2011- Cerrando el boquete

Las autoridades empeñaron todos sus esfuerzos en sellar el boquete, y en algún momento, casi dos meses después, lo lograron. Fue luego de que alcanzará unos 240 metros de ancho, y que le invirtieran más de $7.500 millones.

La ilusión era que cerrándolo todo terminaría, pero el tiempo que tomó conseguirlo fue  más que suficiente para que la tragedia echara raíces profundas en varias poblaciones. Los trabajos para reparar el muro de contención del Canal del Dique en la vía Calamar-Santa Lucía se demoraron mucho más de lo calculado; inicialmente la Gobernación intentó construir una especie de espolón o tajamar con rocas que no surtían ningún efecto; luego intentaron taponarlo con bolsas de arena arrojadas en pleno centro del chorro por un helicóptero de la Fuerza Aérea Colombiana; solo sirvió para levantar arena y despeinar a los periodistas que lo publicaron en primera página al día siguiente. Entre ellos el reportero gráfico Luis Rodríguez y yo.

El gobernador que estuvo al frente de este arrebato del invierno fue Eduardo Verano. Algunos damnificados prepararon en diciembre muñecos de trapo y hojas secas a los que les garrapatearon su nombre en el pecho. Los hicieron arder en la hoguera del descontento social; como si pudieran extinguirse con las cenizas los recuerdos de los muebles, animales y cultivos perdidos, y decirle adiós en un último destello a esa vida sumida en penurias. “Porque él dijo que estábamos blindados y pasó esto”, dirá entonces Mayerlín, una aseadora de 35 años, creadora de un tocayo de Verano de trapo. Así fue, en momentos en que el fenómeno de La Niña se mostraba más feroz y expertos apuntaban que el de 2010 sería uno de los inviernos más agresivos en las últimas décadas, el gobernador había dicho que con las obras que había ejecutado su administración el Atlántico quedaba “blindado” contra inundaciones. Luego afrontó, como pudo, la oleada de tormentas diluvianas más salvaje que recuerde desde las películas de Noé en Semana Santa.

Como consecuencia de la alta temperatura y el intenso trabajo de 56 días frente a las obras para sellar el boquete, el funcionario sufrió un desmayo por deshidratación el día del acto de cierre ‘simbólico’, a mediados de enero de 2011. Un evento que congregó cámaras de medios de comunicación de todo el país. Simbólico porque el agua todavía corría cuando se fijaron los últimos pilotes y bolsas de arena del cierre final. Pese al sellamiento, la tragedia estaba lejos de escurrirse entonces. Y cinco años después, aún no se ha secado del todo.

2012 –Damnificados, mojados y endeudados

Angélica Escorcia es una damnificada que está a punto de perder su casa en Santa Lucía porque no ha pagado una deuda de $79.404 en el servicio de gas. “La casa tiene un año de estar anegada. ¿Por qué ellos no entienden eso?”, dice ella, dos años después de la ruptura del Canal del Dique, agitando la carta de ‘último aviso’ de embargo que le envió Gases del Caribe. Al fondo se ve su patio lleno de fango.

Fueron 2.200 millones de metros cúbicos de agua los que entraron. Eso serviría para llenar 800.000 piscinas olímpicas (ver infografía), y mantuvo sumergido en la tragedia por más de 24 meses a miles de atlanticenses. La tragedia que empezó con la apertura del boquete, pero se  mantiene, pues por ese mismo hueco se hundieron las ilusiones de miles de familias. Los municipios permanecen empantanados, a pesar del trabajo de 18 motobombas, 12 eléctricas y 6 diesel, contratadas para la labor de desagüe.

La anciana de 63 años dejó su casa desde noviembre de 2010. Salió a vivir en colchonetas cuando “se rompió el chorro que inundó todo, y todavía está así”. “El chorro” es otro nombre con el que los pobladores identifican el tristemente célebre “boquete”. La vivienda no se alcanzó a secar para cuando llegaron las lluvias de 2011. Es decir que cumple 2 años como un charco, habitada por ranas, ratas y sabandijas que no sabrían manejar una estufa.

La carta de la empresa está firmada el 28 de diciembre; ojalá fuera broma del Día de los Inocentes. Señala que pasará la deuda a cobro jurídico teniendo en cuenta su renuencia a pagar sus obligaciones pendientes. Un vecino, Héctor Torrenegra, recibió una advertencia similar: podrían embargarle la inundada casa si no paga el servicio de gas que dejó de usar. Más que una nueva inundación, lo que los angustia a ambos es que también les lleguen a cobrar el recibo del agua.

El invierno también le embargó la Alcaldía a Campo de la Cruz. A falta de cupo en albergues, una familia de damnificados llegó con hamacas y colchonetas y se tomó el palacio municipal. Y el alcalde entrante, Luis Gómez, llegó y no encontró nada, ni cuentas, ni información presupuestal, ni oficina.

Ni el agua se ha ido, ni han llegado los subsidios de vivienda prometidos. Tras dos años del éxodo desatado por la corriente del Dique, los albergues están convertidos en guetos. Como el colegio La Normal de Manatí, en el que 47 familias conforman un mini-vecindario. El único juego de los niños es corretear marranos, felices en la porquería, en víspera de convertirse en chicharrón. Niños y adolescentes lucen pelos que se enredan en todas las direcciones. Resistirían el embate de un garrafón de champú. Duermen en los salones, entre tanques y montañas de sillas. Cocinan sobre carretillas de mezclar cemento. “Estamos en una cárcel”, dice Elena Caicedo, dueña de una de las 2.225 casas que siguen empozadas en este municipio. El invierno clavó las estacas, y el abandono estatal tendió el alambre de púas para mantener a los damnificados presos en una nueva forma de miseria.

Algunos, no obstante, saben nadar en esas corrientes turbulentas que arrastran a la desventura. Usando panes como salvavidas, alcanzan orillas seguras, playas para descansar.

2012 – “Panes como flotadores”

Vamos dejando atrás los últimos albergues, cuando nos topamos con un templo del pan de $200 con gaseosa convertido en punto de demarcación geográfica popular. Lo que nos llamó la atención fue conseguir panes a $200, pero hay algo más. Para saber hasta dónde llegaron las aguas del Canal del Dique tras su ruptura el 30 de noviembre de 2010, hay que buscar esta panadería que lleva el nombre de “Hasta aquí me trajo el agua”. En esa misma fecha, su dueño, Álvaro Castro, fundaba otra panadería, su primera en Manatí. El santandereano de 43 años abrió “La Central”, cerca a la iglesia y la plaza, el día que corría por las calles la noticia del rompimiento del Dique. Él se negaba a dejar el negocio que había sacado a flote a punta de sudor, luego de 15 años trabajando como cocinero. El quinto día el agua le llegaba a la cintura. Vio cómo se deshacían en migajas sus sueños de independencia. Y los panes.

Álvaro corrió buscando tierras altas, con los panes que alcanzó a rescatar. El agua llegó hasta el filo de una calle destapada y empinada. En esa esquina colgó un letrero escrito a mano en cartón: “Hasta aquí me trajo el agua”. Vendió lo que le quedaba, y nació una panadería que ahora ostenta neveras y estanterías rebosantes. Las aguas empozadas solo ofrecían podredumbre, y los damnificados necesitaban el pan de cada día. Y llegaban ahí, hasta el punto seco. A cambio de una moneda, él les ayudaba a navegar en el mar del hambre.

Algunas cosas han cambiado desde entonces. La carretera oriental ya no es una lengua húmeda. Las lagunas ceden, y en el paisaje vuelve a emerger el verde de matorrales y árboles. Ya se ven los muros de las casas, no solo los techos. Los pescadores están volviendo a pescar, y los campesinos a cosechar. Pero a Álvaro no le preocupa que esto afecte la venta de panes. Ahora también vende carne y pollo asado. Con el diluvio invernal, aprendió que no solo de pan vive el damnificado. Y quedó bendecido con un milagro casi tan poderoso como el de multiplicar los panes: reírsele en la cara a la adversidad. Hoy puede decir que lidera una empresa boyante.

Años después, en el quinto aniversario de la pesadilla del boquete, volverá a contar a periodistas de El Heraldo cómo ha “prosperado” con su negocio “sin la ayuda que prometió el Gobierno”. Volverá a narrar cómo su vida fue trastornada por la ruptura del Dique. Volverá a sonreír mientras habla de cómo la inundación se convirtió en bendición. Al fondo, en las paredes de su casa, se verá un cuadro colgado con un recorte, un pedazo de papel periódico donde quedó plasmado su relato. Esa, que es apenas una aguja en el pajar de historias que retratan lo sucedido el 30 de noviembre de 2010, que fue mucho más que un desastre natural.

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